Caballo de Troya 3 — PALABRAS DE JESUS



(Pg. 121) «Ahora, id todos a Galilea. Allí os apareceré muy pronto.»


(Pg. 235) Juan Marcos le cuenta a Jason lo que le dijo Jesus en Miercoles 5 de abril 30, cuanto se alejaron a las montañas: (Pg. 236) -Dijo que llegaría a vivir lo suficiente como para ser un «poderoso mensajero del reino». -... Cuando le pregunté cómo llegar a ser un «poderoso mensajero del reino», el rabí manifestó lo siguiente: «Sé que serás fiel al evangelio del reino porque conozco tu fe y amor, enraizados en ti gracias a tus padres. Eres el fruto de un hogar en el que el amor está presente, aunque, por fortuna para ti, tus progenitores no han exaltado en exceso tu propia importancia. Su amor no ha distorsionado tu corazón. Disfrutas del amor paterno, que asegura una laudable confianza en uno mismo, fomentando los normales sentimientos de seguridad. También has sido afortunado porque, además del afecto que se profesan mutuamente, tus Padres han sabido actuar con inteligencia y sabiduría. Ha sido esa sabiduría la que los ha llevado a ser inflexibles con tus caprichos y debilidades, respetando a un tiempo tu personalidad y tus propias experiencias. Tú, con tu amigo Amos, me buscasteis en el Jordán. Ambos deseabais venir conmigo. Al regresar a Jerusalén, tus padres consintieron. Los de Amos se negaron. Aman tanto a su hijo que le (Pg. 237) negaron la bendita experiencia que tú estás viviendo. Escapándose de casa, Amos pudo haberse unido a nosotros. Pero esa actuación hubiera herido el amor y sacrificado la lealtad. Los padres sabios, como los tuyos, procuran que sus hijos no se vean forzados a herir ese amor o ahogar la lealtad, permitiéndoles, cuando llegan a tu edad, que desarrollen su independencia y que, gradualmente, vayan saboreando su libertad. No existe nada más desprendido y justo que el verdadero amor. El amor, Juan Marcos, es la suprema realidad, cuando es otorgado con sabiduría. Pero los padres mortales, lamentablemente, lo convierten en un rasgo peligroso y egoísta. Cuando te cases y tengas tus propios hijos, asegúrate de que tu amor esté siempre aconsejado por la sabiduría y guiado por la inteligencia.


»Tu joven amigo Amos cree en este evangelio del reino tanto como tú, pero no puedo confiar plenamente en él. No estoy seguro de lo que hará en los años venideros. Su infancia no ha sido la adecuada. Él es igual a uno de mis discípulos, que tampoco tuvo una educación basada en el amor y la sabiduría. Tú, en cambio, serás un hombre digno de confianza, porque tus primeros ocho años transcurrieron en un hogar normal y bien regulado. Posees un fuerte y bien tejido carácter porque creciste en una casa en la que prevalece el amor y reina la cordura. Tal educación conduce a un tipo de lealtad que me inclina a creer que terminarás lo que has empezado.»


«Mientras los padres sigan enseñando a rezar el "padrenuestro" -le aseguró Cristo a su joven acompañante-, sobre ellos caerá la tremenda responsabilidad de ordenar sus hogares de forma que esa palabra (padre)(Pg.238) encierre y signifique un auténtico valor en las mentes y en los corazones de sus hijos.»


(pg. 243) Gracias por vuestros sacrificios! 


Atónito, le miré de hito en hito. Sonrió con una leve sombra de amargura y, comprendiendo mi perplejidad, añadió: 


-Sabes bien a qué me refiero. Vuestra decisión de conocer la verdadera historia del Hijo del Hombre no es fruto del azar. Éstos -y su mano izquierda señaló hacia las embarcaciones del yam-, mis pequeñuelos de hoy, terminarán por alterar involuntariamente mi mensaje...


-Maestro, yo soy un científico. ¿Cómo puedo comprender y transmitir tu resurrección? Tú estabas muerto.- 


Jesús cedió benévolo a mis requerimientos. Levantó el rostro hacia las estrellas y, a media voz, comentó rotundo: 


-Hay realidades que difícilmente podrán ser probadas por la ciencia o por las deducciones de la razón pura. Nadie puede concebir esas verdades mientras permanezca en el reino de la experiencia humana. Cuando hayáis acabado aquí abajo, cuando completéis vuestro recorrido de prueba en la carne, cuando el polvo que forma el tabernáculo mortal sea devuelto a la tierra de donde procede, entonces, sólo entonces, el Espíritu que os habita retornará al Dios que os lo ha regalado y tu pregunta quedará plenamente satisfecha.


-Entonces -insistí sin ocultar mi incredulidad-, ¿es cierto que la muerte es sólo un paso?


-Tan natural y obligado como la calma que sucede a la tempestad. -Pero los hombres de ciencia no creen... 


-La correa de hierro de la verdad, que vosotros calificáis de invariable, os mantiene ciegos en un círculo vicioso. Técnicamente se puede tener razón en los hechos y, sin embargo, estar eternamente equivocados en la Verdad. 


(Pg. 244) Y, dibujando una inmensa sonrisa, añadió:


-... Yo soy la Verdad. Me has tocado y ahora me ves y escuchas mis palabras. ¿Por qué sigues dudando? El hecho de que no lo comprendas no significa que esa realidad superior sea una quimera o el fruto de unas mentes visionarias. Cuando llegue tu hora, mis ángeles resucitadores te despertarán en un mundo que ni siquiera puedes intuir 


-Tus ángeles resucitadores? 


El Maestro apuntó hacia las estrellas. Creí comprenderle. 


-Tú, querido amigo -comentó sin dejar de observar el brillante firmamento-, a tu manera, ya respondiste a esa cuestión: en mi reino hay muchas moradas... Y una de ellas es paso obligado para los mortales que proceden de los mundos evolucionarios del tiempo y del espacio. 


-Y tú, ¿también has sido resucitado? 


-No, hijo mío -su voz se llenó de ternura-. Acabo de decirte que yo soy la Vida. Mis ángeles, no a petición mía, sólo han dispuesto de mi envoltura carnal. Pero el poder de resucitar en el Espíritu es un don que sólo debo al Padre. Algún día, cuando pases al otro lado, lo comprenderás. 


-Disculpa mi torpeza. 


El Maestro me envolvió en su cálida mirada, animándome a proseguir: 


-Si no he entendido mal, ninguno de los seres humanos tiene el poder de autorresucitarse... 


-Así es. Sin embargo podéis disfrutar de la esperanza de que nadie, nadie, puede perder ese derecho. Todos, como yo lo he hecho, despertaréis a una vida que sólo es el principio de una larga carrera hacia el Paraíso. Una continuada ascensión hacia el Padre Universal. Un «viaje»... sin retorno. 


Las palabras de Jesús -rotundas- no dejaban el menor resquicio a la duda.


-¿Qué quieres decir con eso de que tus ángeles sólo han dispuesto de tu envoltura carnal? 


-Te lo he dicho, pero, en tu perplejidad, no escuchas mis palabras... 


Lo reconozco. Su «presencia» me tenía trastornado. Mi limitada inteligencia no hacía otra cosa que dar vueltas en torno a la realidad física de aquel cuerpo, surgido de la «nada». Supongo que, en el fondo, era inevitable y hasta lógico. No era tan sencillo sentarse junto a un « resucitado » y dialogar como si tal cosa... 


-¡Yo soy la Vida! En verdad te digo que ninguna de mis criaturas puede devolverme lo que es mío y que sólo comparto con mi Padre. Mis discípulos, y la mayoría de los hombres de los tiempos venideros, han asociado y asociarán la maravillosa realidad de la vuelta a la vida eterna y espiritual con la mera desaparición de Mi Cuerpo terrestre. Se equivocan. La desintegración (Pg. 244) de esa envoltura carnal ha sido un fenómeno posterior a mi verdadera resurrección. Un fenómeno necesario, fruto del poder de mis ángeles.


-¿Desintegración? Todo el mundo piensa que la desaparición del cuerpo fue un milagro... 


Durante unos instantes siguió con la mirada fija en la mágica danza de las llamas. Pensé incluso que no me había oído. 


-A ti sí puedo decírtelo -susurró al fin-. Los milagros, tal y como los conciben muchos seres humanos, no existen. El poder de mi Padre es tan inmenso que no necesita alterar el orden de lo creado. El verdadero milagro es vuestra ciega creencia en los milagros. 


-Sigo sin entender. Ese cadáver se esfumó ... 


Jesús sonrió, llenándome de confianza. 


-¿Es que tus ángeles conocen una técnica ... ? 


-Tú lo has dicho, Pero, al igual que ocurre con vuestro código moral, el de esas criaturas a mis órdenes tampoco debe ser violado. Sé que lo comprendes. No es el lugar ni el momento para hacerlo. 


-Disculpa mi curiosidad. ¿Tiene esa «técnica» algo que ver con la manipulación del tiempo que nosotros mismos estamos utilizando? 


La sonrisa se acentuó. Fue la mejor de las respuestas. Y con un cálido tono de reproche añadió: 


-¿Cuándo comprenderéis que el tiempo es sólo la imagen en movimiento de la eternidad? ¿Cuánto más necesitaréis para considerar que el espacio es sólo la sombra fugitiva de las realidades del Paraíso? Os enorgullecéis de vuestros hallazgos y pensáis que la Verdad absoluta está a vuestro alcance. No comprendéis que sois como niños recién llegados a un orden inmensamente viejo e inconcebiblemente sabio. 


-Y tú, Maestro, ¿qué lugar ocupas en ese «orden»? 


-Soy un Hijo Creador.


-No pretendas atrapar lo que todavía es invisible a tus ojos de mortal. Te bastará la fe en la existencia del Padre. Muchas de mis criaturas, a pesar de haber traspasado la barrera de la muerte, tampoco están preparadas para enfrentarse, cara a cara, a la luz cegadora del Padre Universal. 


(Pg. 246) Un torrente de preguntas empezaba a encharcar mi corazón. ¿El Padre? ¿La muerte? ¿Aquellas otras criaturas?...


-iTodo parece tan sencillo!... Hablas de la muerte sin miedo... Sin embargo, nosotros... 


-Vosotros os empeñáis en apagar la «luz» que late en cada uno de los corazones y que fue depositada ahí, precisamente para vencer el miedo. Si los hombres escucharan su propia voz, nadie temería ese paso. ¿Por qué crees que he vuelto? 


No me dejó responder. 


Es preciso que unos pocos me vean ahora para que otros muchos crean y aprendan a mirar hacia sí mismos. La muerte, hijo mío, es sólo una puerta. No temáis cruzarla. 


-Algunos seres humanos -esbocé con dificultad- temen más la incógnita del «después» de la muerte que al hecho físico de la misma... 


-Ésos -se apresuró a intervenir-, en el escandaloso tronar de sus dudas, silencian la íntima y sabia «voz» de sus conciencias. Dejad que sea ella quien os guíe. Todo, en la creación de mi Padre, está meticulosa y misericordiosamente dispuesto para vuestro bien. Nadie muere. Nada muere. Todo es un continuo progreso hacia el Paraíso. Y ni siquiera ése es el fin... 


-Pero las religiones y algunas Iglesias predican la salvación y la condenación... 


Fue la única vez que su rostro se endureció. 


-No midas a nuestro Padre Universal con la vara de los hombres. Ni confundas la religión de la autoridad con la del espíritu. Algún día, todos los mortales comprenderán que sólo la carrera de la experiencia y de la búsqueda personal es digna de la «chispa» divina que os alimenta a cada uno de vosotros. Hasta que las razas no evolucionen, el mundo asistirá a esas ceremonias religiosas, infantiles y supersticiosas, tan características de los pueblos primitivos. Hasta que la Humanidad no alcance un nivel superior, reconociendo así las realidades de la experiencia espiritual, muchos hombres y mujeres preferirán las religiones autoritarias, que sólo exigen el asentimiento intelectual. Estas religiones de la mente, apoyadas en la autoridad de las tradiciones religiosas, ofrecen un cómodo cobijo a las almas confusas o asaltadas por las dudas y la incertidumbre. El precio a pagar por esa falsa y siempre provisional seguridad es el fiel y pasivo asentimiento intelectual a «sus» verdades. Durante muchas generaciones, la Tierra acogerá a mortales tímidos, temerosos y vacilantes que preferirán este tipo de «pacto». Y yo te digo que, al unir sus destinos al de las religiones de la autoridad, pondrán en peligro la sagrada soberanía de sus personalidades, renunciando al derecho a participar en la más apasionante y vivificante de (Pg. 247) todas las experiencias humanas: la búsqueda personal de la Verdad y todo lo que ello significa... 


-¿Y qué representa esa «búsqueda personal»? 


Aquel increíble Hombre abrió sus brazos y, mostrándome las luces del lago, la infinita belleza del firmamento y el crepitar del fuego, sentenció vibrante: 


-¿Y tú, embarcado en esta apasionante aventura, me lo preguntas? ¿Qué me dices de la alegría y de las emociones que conllevan vuestros descubrimientos? ¿No ha merecido la pena? 


Guardé silencio. Una vez más estaba en lo cierto. 


-Los descubrimientos intelectuales, amigo mío, constituyen siempre una «aventura» y un riesgo. Pero sólo los audaces, los que obedecen a su propio «yo», están capacitados para enfrentarse a ello. Sólo ésos, los auténticos «buscadores» de la Verdad, saben explorar con resolución y sin miedo las realidades de la experiencia religiosa personal. ¡Tú mismo y tu hermano estáis experimentando la suprema satisfacción del triunfo de la fe sobre las dudas intelectuales! 


Ahora, con el beneficio del tiempo y de la perspectiva, aquella extrañeza mía me parece ridícula. Aferrado aún al duro lastre de lo material, la directa alusión a Eliseo -y a la familiar fórmula con que vengo definiéndolo: mi hermano- me dejó perplejo. El «poder» de aquel Ser, sencillamente, era absoluto. 


-Y estas victorias, único objetivo de la existencia humana, sólo conducen a un fin: la búsqueda personal de Dios. En verdad, en verdad te digo que todo hombre que se empeñe en esa suprema aventura encontrará a mi Padre, incluso en el desaliento de las dudas. La religión del espíritu significa lucha, conflicto, esfuerzo, amor, fidelidad y progreso. La dogmática, por el contrario, sólo exige de sus fieles una parte ínfima de ese esfuerzo. No olvides, Jasón, que la tradición es un sendero fácil y un refugio seguro para las almas tibias y temerosas, incapaces de afrontar las duras luchas del espíritu y de la incertidumbre. Los hombres de fe viajan siempre por los difíciles océanos, a la búsqueda de nuevos horizontes. Los surrusos se limitan a costear o fondean sus inquietudes al abrigo de puertos limitados, impropios de «navíos» que han sido hechos para audaces y lejanas singladuras. 


-Esas palabras -repliqué sin poder contenerme-, en «mi tiempo», te llevarían de nuevo a la muerte..., 


-No olvides que mi paso por el mundo será motivo de división y enfrentamiento... 


De nuevo le interrumpí: 


-Dime: ¿qué debe hacer un hombre que desea encontrar la Verdad? 


-Tú tampoco has comprendido mi mensaje? 


(Pg. 248) Una ola de vergüenza me hizo bajar los ojos. Pero aquel Hombre, al punto, pasando su brazo izquierdo sobre mis hombros, me obligó a sostener su mirada. El contacto de aquella mano, aferrada con firmeza a mi hombro, fue como una sacudida eléctrica. 


-Confiar en nuestro Padre. Sólo eso. Cada amanecer, cada momento de tu vida, ponte en sus manos. Lucha por la fraternidad entre los humanos. Lucha por la tolerancia y por la justicia. Lucha por los débiles. Él se encargará del resto. 


-¡El Padre! -exclamé contagiado de su entusiasmo-. ¡Debe de ser un gran tipo! 


Mi prosaica definición hizo reír al Hombre. Sus reacciones, como iría verificando, eran tan «humanas» y naturales como las de cualquier mortal. ¡Era para volverse loco! Y tomando un puñado de arena extendió su mano, mostrándome el negro granulado. 


-¡Es tan inmenso -replicó lenta y pausadamente que mide los mares en el hueco de su mano y los universos en la distancia de un palmo! Es Él quien está sentado en la órbita de la Tierra. El quien extiende los cielos como un manto y los ordena para que sean habitados. Pero no te confundas: Dios es un mero símbolo verbal, que designa todas las personalidades de la deidad... 


Jesús tomó mi mano derecha y, trasvasando la arena a mi palma, insistió en algo que ya había comentado: 


-Nunca olvides que una parte de ese Dios, de nuestro Padre, entró en ti hace muchos años. 


-¿Cuándo? 


-Digamos, para simplificar, que en el momento en que tomaste tu primera decisión moral. 


-Entonces, ¿yo soy Dios? 


-Tú lo has dicho. Y a partir de hoy, búscate en lo más íntimo de tu alma. 


La curiosidad me consumía. Y dejándome llevar del más infantil de los impulsos, le solté a bocajarro: 


-¿Cómo te llamas? 


El Resucitado no eludió la cuestión. Él sabía que no estaba refiriéndome a su nombre en la Tierra. Me observó con picardía y, dirigiendo su dedo índice izquierdo hacia las estrellas, exclamó: 


-En mi reino, mis criaturas me conocen por Micael. 


-¿Y por qué no adoptaste ese mismo nombre en la Tierra? 


El Maestro parecía disfrutar con aquellas pueriles preguntas. Sonrió de nuevo y la blanca y perfecta dentadura se iluminó con el resplandor de las llamas. 


(Pg. 249) -Al principio, por expreso deseo mío, ni yo mismo fui consciente de quién era aquel joven de Nazaret. Así lo exigía mi experiencia entre los humanos evolucionarios del tiempo y del espacio. Sólo unos pocos, muy allegados a Micael, supieron de este secreto y lo guardaron celosamente. 


No salía de mi asombro. ¡Dios santo! ignoraba sobre aquel Hombre!... 


Mi nombre en la Tierra tenía que ser otro. ¿Satisfecho? 


-Entonces tú, durante tu infancia y juventud, nunca supiste... 


Negó con la cabeza. 


-¿Y cuándo ... ? 


-Eso, querido Jasón -replicó divertido-, es algo que deberéis descubrir por vosotros mismos.... en su momento. 


Ahora lo sé. Entonces no lo intuí siquiera. Jesús de Nazaret se refería a nuestra tercera y fascinante «aventura» en la que, en efecto, tendríamos la formidable oportunidad de conocer los «detalles» de tan decisivo «cambio» en la personalidad del Hijo del Hombre. 


-¿Por qué hablas de «mi experiencia entre los humanos»? 


-¿Y qué otra cosa puedo decir? 


Insistí perplejo. 


-¿Experiencia? ¿Sólo eso? 


-Según tú -preguntó a su vez-, ¿cómo debería calificarla? 


-De derroche -me vacié sin darle tiempo a replicar- un derroche, si me lo permites, innecesario y, a juzgar por los resultados próximos y «futuros», catastrófico. 


-El Soberano Creador de este universo -intervino, olvidando por un momento su acogedora sonrisa-.también hace la voluntad del Padre. Una vez satisfecha mi sed de conocimiento de los humanos, pude abandonar el mundo y recibir del Padre Universal el definitivo reconocimiento de mi soberanía. Pero, como te digo, no era ésa la voluntad del Padre. 


Estas palabras me resultaron confusas. Enigmáticas. ¿Desde cuándo un Creador necesita convivir con sus criaturas? ¿Qué podía aprender en un mundo como éste? ¿A qué tipo de «experiencia» se refería? ¿Qué era aquello del «definitivo reconocimiento de su soberanía»? 


-¿Quieres decir -le interrogué sin saber por dónde empezar- que el Padre ha podido desear para ti una muerte tan cruel y sanguinaria? 


Se puso en pie. Tras los cerros de Kursi e Hipos empezaba a clarear. Las antorchas seguían oscilando en el lago. 


Arrojó un haz de leña a la hoguera y, con un leve gesto de su cabeza, me invitó a caminar con él. Tomó la dirección de la desembocadura del Jordán y, despacio, nos alejamos del pequeño Juan Marcos. Durante algunos metros no dijo nada. Llegué a pensar que había olvidado mi pregunta. De pronto, con especial énfasis, habló así:


(Pg. 250) -Antes de mi encarnación en la Tierra, los hombres podían creer en un Dios colérico, sediento de justicia. Su ignorancia era perdonable. Ahora les he revelado a un Padre misericordioso que sólo conoce la palabra amor. ¿Crees entonces que un Padre puede desear esa muerte a su hijo? Su voluntad era que permaneciera en vuestro mundo hasta el final y que apurase la copa que todos los mortales, por su naturaleza, han bebido y beberán. Si he compartido la muerte ha sido para demostraros que la fe en Dios nunca es estéril. Sé que, a pesar de mis palabras, muchos deformarán el sentido de mi muerte en la cruz. Yo no he venido al mundo para saldar una supuesta vieja cuenta de los hombres para con Dios... 


Me detuve. Y Jesús, adivinando mi sorpresa, añadió: 


-Sé lo que estás pensando. Te equivocas y se equivocan quienes así lo creen. El Padre celestial no puede concebir jamás la grave injusticia de condenar a una alma por los errores de sus antepasados. 


-Entonces, esas ideas de los cristianos sobre la redención por la cruz... 


El Maestro posó sus manos sobre mis hombros, transmitiéndome su comprensión. 


-La tendencia al vicio puede ser hereditaria. El pecado, en cambio, no se transmite de padres a hijos. El pecado es un acto consciente y deliberado de rebeldía contra la voluntad de nuestro Padre Universal y contra las leyes del Hijo. Toda idea de rescate o expiación, por tanto, es incompatible con el concepto de Dios. El amor infinito de nuestro Padre ocupa el primer puesto dentro de la naturaleza divina. En verdad te digo, Jasón, que el sentido de salvación por el sacrificio está arraigado en el egoísmo. Yo he predicado que la vida de servicio es el concepto más elevado de la fraternidad entre los creyentes. Y te diré más: la salvación es creer en la paternidad de Dios. La mayor preocupación de los fieles del reino no debería ser su deseo egoísta de salvación personal. Sólo la necesidad de amar a sus semejantes por encima de sí mismos. Los auténticos creyentes no se preocupan del posible y futuro castigo a sus errores. Se interesan tan sólo por el restablecimiento del contacto con Dios. Ciertamente, un padre puede castigar a sus hijos, pero lo hace por amor y con un fin y un sentido puramente disciplinarios. 


-Luego, hay un castigo futuro... 


-No como tú lo imaginas. Nuestro Padre es amor. Y el amor es contagioso y eternamente creador. ¿Crees que no existen otros medios mejores que el castigo para corregir los errores de las limitadas criaturas mortales? Antes de que yo viniera a este mundo (incluso aunque no lo hubiera hecho), todos los mortales del reino disponían ya de la salvación. Nuestro Padre, te lo repito, no es un monarca ofendido, severo e implacable, cuyo principal placer consiste en detectar y perseguir a las criaturas que obran en la oscuridad o en el pecado. La sola idea de un rescate o expiación colocaría a la salvación (Pg. 250) en un plano de irrealidad. Este concepto es puramente filosófico. La salvación humana es innegable y basada en dos únicos principios: Dios es nuestro Padre y, consecuentemente, todos los hombres son hermanos. 


Me costaba aceptar tan hermosa utopía. Y sin disimular mi escepticismo le pregunté: 


-¿Cuándo ocurrirá eso? ¿Cuándo desaparecerán la maldad y la injusticia? 


-Sólo hay un camino: el amor. El amor disuelve el Pecado y las debilidades. ¡Ama a tus semejantes, Jasón! ¡Ámalos en la penuria y en la riqueza! ¡Ámalos aun cuando creas que están equivocados! ¡Ámalos, sencillamente! 


Supongo que perdí la noción del tiempo. Escucharle era mucho más que aprender: era vivir, sentir y palpar una nueva realidad. Una realidad que yo ignoraba. 


El Maestro agitó cariñosamente los revueltos cabellos del muchacho y, en un tono distendido, comentó: 


(Pg. 259) –Juan (a Juan Marcos), estoy contento de volver a verte en Galilea, donde podremos tener una buena conversación. Quédate con nosotros a desayunar. 


Y dirigiéndose a los petrificados discípulos les ordenó: 


-Traed vuestro pescado y preparad algunos para desayunar. Tenemos fuego y mucho pan.


(Pg. 262) pasando su brazo izquierdo sobre los hombros del Zebedeo, le preguntó: 


-Juan, ¿me amas? 


El discípulo, que evidentemente no esperaba semejante pregunta, se apresuró a replicar: 


-¡Sí, Maestro!... ¡De todo corazón! 


Y el Resucitado, ante la atónita mirada de los galileos, exclamó con ve-hemencia: 


-Entonces, renuncia a tu intolerancia y aprende a amar a los hombres como yo te he amado. Consagra tu vida a demostrar que el amor es lo más grande del mundo. Es el amor de Dios quien conduce a los hombres a la salvación. El amor es la bondad espiritual y la esencia de la verdadera belleza. 


Y volviéndose hacia el rudo Pedro, taladrándole con aquella mirada de halcón, le formuló la misma cuestión. 


-Pedro, ¿me amas? 


(Pg. 263) El sais, con los ojos como lunas, se apresuró a satisfacer al cabalístico Maestro:


-¡Señor, sabes que te amo con toda mi alma! 


-Si me amas -argumentó con un hilo de tristeza-, alimenta a mis corderos... 


imparable, como siempre, el pescador quiso replicar. Pero el Resucitado, sellando los labios del galileo con su mano izquierda, prosiguió: 


-No escatimes tu ministerio a los débiles, a los pobres ni a los jóvenes. Predica el evangelio sin temor ni preferencias. No olvides que Dios no hace excepciones. Sirve a tus contemporáneos como yo te serví. Perdona a los hombres como yo te he perdonado. Deja que la experiencia te demuestre el valor de la meditación y el poder de la reflexión inteligente.


-Pedro, ¿me amas realmente? 


Desconcertado, con la boca abierta, Simón necesitó unos segundos para rehacerse. Al fin, en tono persuasivo, afirmó: 


-Sí, Señor, sabes que te amo. 


-Cuida bien de mis ovejas. Parecía como si el Maestro no hubiera escuchado la respuesta- Sé un buen pastor para mi rebaño. No traiciones la confianza que tengo en ti. No te dejes sorprender por el enemigo. Debes estar siempre vigilante. ¡Vela y reza! 


El confuso discípulo permaneció clavado en la arena. Y Jesús y el Zebedeo se distanciaron unos metros. Pero el Maestro se volvió hacia el pescador, planteándole por tercera vez el mismo dilema. 


-Pedro, ¿me amas verdaderamente? 


Simón bajó la cabeza, entristecido. No era muy difícil adivinar sus turbulentos pensamientos. Las negaciones en la casa de Anás, en Jerusalén, debieron de resucitar implacables en su atormentado corazón. Jesús aguardó. Y el sais, remontándose por encima de la tristeza, le gritó sin esconder su enojo: 


-¡Conoces todas mis cosas, Señor!... ¡Por lo tanto, sabes que, en realidad, te quiero! 


Y el Resucitado, autoritario, le ordenó: 


-¡Alimenta mis ovejas!... ¡No abandones el rebaño! ¡Sirve de ejemplo e inspiración a todos tus compañeros pastores!... ¡Ama al rebaño como yo te he amado! ¡Conságrale toda tu felicidad, como yo lo hice contigo! ¡Y sígueme!... ¡Sígueme hasta el fin! 


(Pg. 264) Estas consignas fueron acompañadas de bruscos y sucesivos movimientos afirmativos de cabeza por parte de Pedro. El rabí se disponía a reanudar el paseo cuando, en otro de sus irreflexivos arranques, Simón señaló hacia Juan, preguntando:


-Si te sigo, ¿qué hará éste?


Jesús le miró con benevolencia. El fogoso y elemental sais no había captado el sentido de sus palabras. Y con una paciencia infinita le aclaró: 


-No te preocupes de lo que hagan tus hermanos. Si quiero que Juan permanezca aquí al marcharte tú, y hasta que yo vuelva, ¿en qué te concierne?


Avanzó unos pasos hasta situarse a medio metro del galileo y, colocando sus manos sobre los hombros de Pedro, repitió con firmeza: 


-¡Tú asegúrate únicamente de seguirme!


(Pg 265)


-Andrés, ¿tienes confianza en mí? 


El introvertido hermano de Simón se detuvo. Posiblemente, como Santiago, no esperaba una pregunta tan aparentemente fuera de lugar. Y con exquisita calma respondió: 


-Sí, Maestro, tengo absoluta confianza en ti.... y lo sabes. 


El Resucitado le sonrió complacido. 


-Andrés, si tienes confianza en mí -replicó Jesús, poniendo el dedo en uno de los graves defectos del galileo-, ten más confianza en tus hermanos y, sobre todo, en Pedro...


-... Antaño -prosiguió en tono animoso- te encomendé su dirección. Ahora es preciso que les des confianza, en tanto que yo te dejo para ir hacia el Padre. Cuando tus hermanos se dispersen como consecuencia de las persecuciones, sé un sabio y previsor consejero para Santiago, mi hermano por la sangre, ya que tendrá que soportar una pesada carga, que su experiencia no le permite llevar. Después sigue teniendo confianza. ¡No te faltaré! Y al fin vendrás junto a mí.


Seguidamente, volviéndose hacia el frío y distante Santiago de Zebedeo, le formuló la misma pregunta: 


-Tienes confianza en mí? 


El pétreo rostro del sais no se inmutó. Pero su voz, reposada y segura, denunció el gran afecto que le profesaba. 


-Sí, Maestro, de todo corazón... 


-Santiago, si es cierto que tienes confianza en mí, deberías ser menos impaciente con tus hermanos... 


El Zebedeo no pestañeó. El rabí tenía toda la razón. Pero, demasiado orgulloso para admitirlo, sostuvo desafiante la mirada del Resucitado. 


-Si de verdad deseas disfrutar de mi confianza, esto te ayudará a ser mejor para con la hermandad de los creyentes. 


La irresistible luz de aquellos ojos venció finalmente la audacia del Zebedeo. E inclinando la cabeza, asintió en silencio. 


-...Aprende a pensar en las consecuencias de tus palabras y actos. Recuerda que la cosecha es obra de la siembra. Reza por la tranquilidad de (Pg. 266) espíritu y cultiva la paciencia. Con fe viva, estas gracias te sostendrán cuando llegue la hora de beber la copa del sacrificio. No temas nunca. Cuando hayas acabado en la Tierra vendrás a morar junto a mí.


-Tomás, ¿me sirves? 


Educado y analítico, el discípulo, sin saber muy bien qué quería decir con tan singular cuestión, repuso con cierto miedo: 


-Sí, Señor... Te sirvo ahora y siempre. 


-Si quieres servirme -le anunció al tiempo que le estrechaba contra su costado derecho-, sirve a tus hermanos mortales como yo te he servido. No te canses de obrar en este sentido y persevera, puesto que has recibido la ordenación de Dios para este servicio de amor. Al terminar en la Tierra servirás conmigo en la gloria. Tomás, tienes que dejar de dudar. ¡Acrecienta tu fe y tu conocimiento de la Verdad! Si lo deseas, cree en Dios como un niño, pero no actúes infantilmente... 


Y, deteniéndose, le alentó con vehemencia: 


-¡Ten valor! ¡Sé fuerte en la fe y en el reino de Dios! 


Bartolomé (Natanael) escuchó la misma pregunta: 


-¿Me sirves? 


-Sí, Maestro, con una total entrega. 


-Si me amas de todo corazón -prosiguió Jesús-, asegúrate de trabajar por el bienestar de mis hermanos terrestres. Une la amistad a tus consejos y añade el amor a la filosofía. Sirve a tus contemporáneos como yo serví. Sé fiel a los hombres, lo mismo que he velado por ti. No seas crítico y espera menos de algunos hombres. Así, tu decepción será menor. Al término de tu trabajo en la Tierra servirás arriba, conmigo.


-Felipe, ¿me obedeces? 


-Sí, Señor, te obedeceré aun a costa de mi vida. 


Sin poder evitarlo, bostezó ruidosamente. El Maestro, paciente ante el honesto aunque poco espiritual galileo, aguardó a que el de Caná recuperara una cierta compostura. Después, señalando hacia el este, le dijo algo que marcaría su destino:


-Si quieres obedecerme, ve al país de los gentiles y proclama el evangelio.


-.. Los profetas han dicho que más vale obedecer que sacrificar. Por la fe, conociendo a Dios, eres un hijo del reino. Sólo hay una ley a observar: difundir el evangelio. ¡Deja de temer a los hombres! ¡No te asuste predicar la buena nueva de la vida eterna a tus semejantes que languidecen en las tinieblas y que tienen sed de luz y de verdad! 


Muerto de cansancio, Felipe oía sin escuchar. Pero súbitamente, cuando le mencionó el tema «dinero», su atolondramiento se esfumó. 


-.. No te ocupes más del dinero -concluyó Jesús-, ni de las provisiones. Desde ahora, al igual que tus hermanos, eres libre para extender la buena nueva. Te precederé y acompañaré hasta el final.


Mateo Leví, el «ex recaudador» de impuestos, uno de los hombres más serios y cabales del grupo, aguardó su turno con evidente curiosidad. 


-¿Tu corazón, Mateo, está en disposición de obedecer me? 


-Sí, Señor -replicó el discípulo con serenidad-, estoy enteramente consagrado a seguir tu voluntad. 


-Entonces, si quieres obedecerme -le ordenó el Resucitado-, ve a enseñar a todos los pueblos el evangelio del reino. No proporcionarás a tus hermanos las cosas materiales de la vida. Sin embargo proclamarás la buena nueva de la salud y de la salvación espiritual. A partir de ahora, no tendrás otro objetivo que ejecutar el mandamiento de predicar este evangelio del reino del Padre. Igual que yo he seguido en la Tierra la voluntad del Padre, tú cumplirás también tu misión divina... 


Jesús puso especial énfasis en estas tres últimas palabras: «... tu misión divina.» 


(Pg. 268) 


-Acuérdate que judíos y gentiles son ambos tus hermanos. No tengas temor de ningún hombre cuando proclames las verdades salvadoras del evangelio del reino de los cielos. Allí donde yo voy, tú vendrás pronto.


-Jacobo y Judas (gemelos Alfeo) -les preguntó conjuntamente-, ¿creéis en mí? 


La respuesta fue fulminante: 


-Sí, Maestro, creemos. 


Jesús los contempló con ternura. No cabía duda: a pesar de su corta capacidad intelectual, los de Alfeo le idolatraban. Les sonrió y, contagiados de aquel inmenso afecto, se precipitaron sobre el rabí, abrazándole. 


-Muy pronto os voy a dejar -les manifestó con dulzura y como si temiera lastimarlos- Ya veis que lo he hecho físicamente... 


Su exquisito tacto no evitó que los hermanos, presintiendo su marcha, rompieran a llorar. Me estremecí. El Maestro intentó infundirles ánimo: 


-Estaré poco tiempo en mi actual forma, antes de ir con el Padre... 


-Creéis en mí. Sois mis discípulos y siempre lo seréis. Seguid creyendo cuando haya partido y recordad siempre vuestra asociación conmigo. Incluso cuando regreséis a vuestro antiguo trabajo. No dejéis jamás que el cambio de labor influya en vuestra obediencia. Tened fe en Dios hasta el fin de vuestros días terrestres. No olvidéis que sois hijos de Dios por la fe y que todo trabajo honrado es sagrado para el reino. Nada de cuanto haga un hijo de Dios puede ser ordinario. Por lo tanto, haced ahora vuestro trabajo como si fuera para Dios. Cuando hayáis acabado en este mundo -Jesús levantó el rostro hacia el azul del cielo- tengo otros mejores, donde trabajaréis también para mí. En esta obra, en éste y otros mundos, trabajaré con vosotros y mi espíritu vivirá en vosotros.


…a un par de metros del círculo que formaban los galileos, de espaldas al lago, se despidió con las siguientes palabras: 


-¡Adiós!... Hasta que vuelva a todos mañana, a la hora sexta, en la montaña de vuestra ordenación.


(Pg. 277)


Jason a Eliseo: -¡Merece la pena!... ¡Ese Hombre es lo más sublime que jamás hayas conocido!...


-Sólo nuestro Padre, Jasón, es lo más sublime... 


Y dando media vuelta fue a sentarse sobre la hierba, de cara a la lejana Nahum. Nos miramos. Eliseo, sin poder creer lo que acababa de escuchar. Quien esto escribe, permanentemente desconcertado ante el poder de aquel Ser. Y llamándonos por nuestros verdaderos nombres, nos invitó a que nos sentáramos a su lado. Obedecí al punto. Mi hermano, en cambio, mudo y tembloroso, siguió en pie. Sus ojos estaban prendidos en* las matas de hierba recién aplastadas por el rabí. Y Jesús, repitiendo la invitación con ambas manos, abordó sus pensamientos:


-Los espíritus, si eso es lo que crees que soy, no aplastan la hierba. También tú... -aquí aparece el verdadero nombre de Eliseo- debes aprender a confiar. Y en verdad os digo que llegará el día en que no dudaréis y, al igual que mis embajadores de hoy, también vosotros (de otra manera y en otro tiempo y lugar) proclamaréis la buena nueva del reino. 


-¿Nosotros? 


El Maestro, y no digamos yo, se alegró al oír la voz de mi compañero. Con cierto recelo terminó por acomodarse a mi izquierda. Jesús nos contempló como se hace con un par de niños ansiosos por aprender. 


-¿Por qué creéis que estáis aquí? 


La cuestión planteada por el Maestro parecía obvia. Su interpretación, sin embargo, no lo fue tanto. 


-Yo os digo que, en los universos de nuestro Padre, nada que concierna al dominio del espíritu queda esclavizado por el azar. Todo es obra del amor, de la sabiduría y de la misericordia. 


-No te comprendemos, Señor. 


-No tardaréis en hacerlo... 


El Resucitado marcó con sus ojos la posición de la «cuna». Eliseo y yo volvimos a mirarnos, desarmados. 


-Cuando seáis devueltos al mundo y al momento de donde procedéis, una sola realidad brillará en vuestros corazones: enseñad a vuestros semejantes, a todos, cuanto habéis visto, oído y experimentado a mi lado. Sé que, a vuestra manera, terminaréis por confiar en mí. Sé también que no teméis a los hombres, ni a lo que puedan representar, y que proclamaréis mi Verdad. Y otros muchos, gracias a vuestro esfuerzo y sacrificio, recibirán la luz de mi promesa.


Jesús aguardó a que mis torturadas reflexiones llegaran al inevitable callejón sin salida en el que me encontraba. Me observó con atención y yo, cayendo en la cuenta, me sonrojé como un párvulo. Intenté excusarme. ¡Qué absurdo! ¿Por qué justificarse ante un Ser que «lee» los pensamientos y que, sobre todo, es capaz de una infinita comprensión? 


Movió la cabeza, como si un servidor no tuviera arreglo. Acertó. Pero, condescendiente, alivió en parte mi testarudez: 


-¿Por qué te atormentas? 


Eliseo, que lógicamente no podía saber de las dudas que me asaltaban en aquellos instantes, me hizo una señal con la cabeza, pidiendo una aclaración. No me atreví ni a respirar. 


-Ten fe. Ya te lo dije: también las criaturas a mi servicio tienen un «código» -subrayó esta palabra- que, como vosotros, no pueden profanar. Recuerda mis palabras a Lázaro: «Hijo mío, lo que te ha sucedido, ocurrirá igual a todos aquellos que crean en el evangelio, pero resucitarán bajo una forma más gloriosa. ¡Yo soy la resurrección... y la VIDA! Esto que veis y que podéis tocar -Jesús extendió las palmas de sus manos- no es fruto de fantasías ni de milagros. ¡Miradlo bien! Es una de las formas que disfruta toda criatura mortal de los mundos del tiempo y del espacio, una vez vencido el sueño de la muerte.


Mi hermano hiló rápido y, con su envidiable espontaneidad, le interrumpió: 


-Puedo ... ? 


El Resucitado, como si esperase la pregunta, desvió su mano derecha -la más próxima a Eliseo-, invitándole a que comprobase. No sé si volví a ruborizarme. Yo hubiera sido incapaz de semejante audacia. Pero aquel ingeniero en telecomunicaciones y experto en computadoras era una caja de sorpresas. Se arrodilló frente al Maestro y, tomando la mano entre las suyas, presionó, palpó, acarició, olfateó sin el menor pudor y, ante la divertida expresión del Hombre, buscó el pulso. A los dos minutos, pálido como un muerto -quizá más muerto que vivo-, se enfrentó a la mirada del Resucitado. Le vi fruncir el entrecejo, como buscando una explicación. Lamentablemente, no la había. Mejor dicho, tenía que haberla, aunque no estaba al (Pg. 280) alcance de nuestras pobres y limitadas mentes. Una «explicación» que no lastimaba las leyes universales de la física y que, sin embargo, desconocíamos. Fue toda una lección de humildad para la engreída Ciencia que creíamos representar.


De pronto, sin palabras -¡qué necesidad había de ellas!-, mi compañero se inclinó, besando los nudillos de la mano que retenía y que acababa de explorar. Fue instantáneo. Y debo anotarlo, por lo que fue y por lo que representa. Los ojos de Jesús se humedecieron. ¡Dios santo! Aquel Ser era capaz de emocionarse. Ahora, esta deducción me parece ridícula. 


-¿Satisfecho? 


Eliseo, perplejo, se dejó caer sobre la hierba. Y por toda respuesta negó con la cabeza. Al punto, supongo que por pura cortesía, rectificó, asintiendo en silencio. 


-No os extrañéis -reanudó su exposición- si advertís que esta forma carnal poco o nada tiene que ver con lo que conocéis. Allí donde sois devueltos a la verdadera vida, las limitaciones que os acosan aquí abajo no tienen sentido. Allí sentiréis otra clase de hambre. Otra clase de sed. Otra clase de sentimientos y necesidades. Os lo repito: no os atormentéis. Ahora es muy difícil que el hombre mortal pueda alcanzar las estrellas. Debe bastaros saber que están ahí y que, en su momento, no sólo las estrellas formarán parte de vuestro conocimiento. La «carrera» hacia el Padre Universal es prodigiosamente reveladora. Nada quedará oculto. No olvidéis que vuestros conocimientos son finitos y que toda comprensión, por parte de las criaturas mortales, es relativa. Cualquier información, incluso la que procede de fuentes elevadas, sólo es relativamente completa, localmente exacta y personalmente verdadera. Sólo eso. Los hechos físicos pueden ser uniformes, pero la verdad es una realidad viva y flexible en la filosofía del universo. Las personas que evolucionan como vosotros lo estáis haciendo ahora sólo son parcialmente sabias y relativamente verídicas en sus mensajes. Sólo pueden tener certidumbre en los límites de su experiencia personal. Algo que puede parecer cierto en un lugar, puede ser relativamente verdadero en otro segmento de la creación. La verdad divina, la verdad final, es uniforme y universal. La historia de las criaturas espirituales, tal y como es contada por numerosas individualidades originarias de esferas diversas, puede cambiar a veces en los detalles. Esto obedece a la relatividad en la plenitud de sus conocimientos y de su experiencia personal, así como a la extensión y amplitud de esa experiencia... 


-Me parece que te contradices, Señor.. 


La irrupción de Eliseo me dejó atónito. 


-La vida y las vicisitudes de los seres humanos -argumentó con frialdad- se oponen a esa idea de la soberanía universal de Dios... 


(Pg. 281) El Maestro aceptó el reto con deportividad. 


-El plan de nuestro Padre es fruto del amor y, en consecuencia, perfecto. Y hasta tal punto es así que las criaturas evolutivas, como vosotros, se ven necesariamente asaltadas por toda suerte de contingencias, sólo en razón de su beneficio. 


-Contingencias? -replicó mi hermano con amargura- Yo emplearía un término más duro. 


Y antes de que el rabí abriera nuevamente la boca, le espetó inmisericorde: 


-¿Qué me dices de la desesperanza, de la mentira, de la injusticia?... 


El Maestro alzó sus manos, rogándole calma. 


-Veamos: ¿la esperanza es deseable? 


Asentimos al unísono. 


-Pues bien, entonces es necesario que la existencia humana aparezca permanentemente enfrentada a la incertidumbre y a la inseguridad. 


-¿Y qué nos dices de la mentira? 


-Decidme: ¿es bueno el amor a la verdad? 


No esperó nuestra respuesta. Era obvia. 


-En ese caso, es preciso que el hombre crezca en un mundo donde el error esté presente y la falsedad sea una cotidiana compañera. 


-¿Qué puedes decir ante la decepción? 


-Lo mismo: ¿es deseable la fuerza de carácter? Entonces, siendo así, la Humanidad debe ser educada en un ambiente que la obligue a atacar duras pruebas y a reaccionar cuando llegue la decepción. 


Las respuestas, rotundas, no desanimaron al mordaz Eliseo. 


-¿Y qué puedes alegar sobre el dolor? Tú lo has experimentado con creces. ¿Era necesario? ¿Es justo? 


El rostro del Galileo se endureció fugazmente. 


-Tú deseas la felicidad, ¿verdad? 


-¡Más que nada en este mundo! -estalló mi hermano, recobrando el temple.


-Entonces -sentenció sin posibilidad de apelación- deberás vivir en un mundo en el que la alternativa del dolor y la probabilidad del sufrimiento sean posibilidades experienciales siempre presentes. Las tribulaciones son la mejor fuente de sabiduría para los mortales. En verdad, en verdad os digo que no se puede percibir la realidad espiritual si antes no se ha sentido por la experiencia. Y muchas de esas verdades sólo se intuyen y comprenden en mitad de la adversidad... En cuanto a mi propio sufrimiento, en nada se ha diferenciado del de muchos otros mortales. Cuando alguien yace por causa del dolor, yo, o mis ángeles, estamos allí... 


-Para qué? 


(Pg. 282) 


La ingenuidad de Eliseo debió conmover al Maestro. Le sonrió y, alzando el rostro hacia el celeste del cielo, replicó: 


-Aunque el enfermo no lo perciba con claridad, con el único fin de recordarle que, como yo hice, debe abandonarse en las manos del Padre. Os lo he dicho: nada en el reino de nuestro Padre es causa del azar. 


-¡El Padre! -esta vez tomé yo la iniciativa- ¡Hablas tanto de Él!... Pero, de verdad, Maestro, ahora que no nos escucha nadie, ¿qué es el Padre? 


Jesús soltó una carcajada. 


-¿De veras crees que no nos escucha nadie? 


Como dos tontos, Eliseo y yo paseamos la vista a nuestro alrededor. 


Sin perder aquella espléndida sonrisa, el Señor movió la cabeza, rindiéndose ante nuestro candor. 


-Tú amabas al tuyo -apuntó con aquel especial brillo que irradiaba cuando se refería al Padre- Eso te permite aproximarte un poco, sólo un poco, a la magnífica realidad de nuestro ver-da-de-ro Padre. 


Intencionadamente fue separando las sílabas. 


-El Padre Universal no es un ser humano, con largas barbas blancas, como a veces lo pintan sus criaturas. Pero el ejemplo es válido. Él es el Dios de toda la creación. La «causa-centro-primera» de todas las cosas y de todos los seres. Debéis pensar en Él como un creador. Después como un controlador. Por último, como un apoyo infinito. La verdad sobre el Padre Universal empezó a despuntar sobre la Humanidad cuando el profeta dijo: «Tú, Dios, estás solo y nadie hay a tu lado. Tú has creado los cielos y los cielos de los cielos con todos sus ejércitos. Tú los preservas y tú los controlas. Es por los Hijos de Dios que los universos han sido hechos. El Creador se cubre de luz como de un ropaje y extiende los cielos como un manto.» Todos los mundos iluminados reconocen y adoran al Padre Universal, el autor eterno y el sustento infinito de toda la creación. En innumerables universos, criaturas dotadas de voluntad han emprendido el largo, muy largo, viaje hacia el Paraíso y la lucha fascinante de la aventura eterna para alcanzar a Dios, el Padre. Las criaturas que conocen a Dios no tienen más que una ambición suprema, un único y ardiente deseo: el de parecerse en su propio mundo a lo que Él es en su perfección paradisíaca personalizada... 


-¿Mundos iluminados, dices? -Eliseo, pendiente de la mínima, descendió a un plano más prosaico- ¿Es que hay vida inteligente y organizada fuera de la Tierra? 


Le vi dudar. Tomó un manojo de aquella fresca hierba y, arrancándolo de raíz, lo mostró, preguntando: 


-Decidme: ¿qué es más importante: esto o vosotros? 


Ninguno de los dos nos atrevimos a responder. Él lo hizo por nosotros: 


(Pg. 282) 


-Ante nuestro Padre, vosotros, sin lugar a dudas. ¿Creéis entonces que el Padre puede permitir que la hierba sea más numerosa que su prole? 


-No has respondido a mi pregunta, Señor: ¿qué es el Padre? 


-Lo he hecho, Jasón... 


Acarició los verdes y jugosos tallos, mordisqueando uno de ellos. 


-Pero os pondré un ejemplo. Hace miles de millones de «eones» de tiempos, el primer Inteligente que alcanzó la conciencia de sí mismo entró en el no-tiempo, después de experimentar un proceso que también duró miles de millones de «eones» de tiempos. En el mismo instante de la transición al no-tiempo supo que, con ello, iniciaba un largo camino de realización absoluta de sí mismo que igualmente se prolongaría miles de millones de «eo-nes» de tiempos, en espera de que las humanidades en camino llegasen a formar parte de Él. Y aquel Ser pensó: «Yo seré vuestra meta, aunque me ignoréis. Yo seré vuestro propósito, cuando tan sólo me sospechéis. Yo seré vuestra imagen cuando creáis en mí. Yo sólo seré Dios cuando vosotros seáis un todo conmigo: cuando lleguéis a ser Dios conmigo. Y juntos volveremos a empezar un proceso más allá del no-tiempo, pues el tiempo habrá perdido su razón de ser. 


Quien esto escribe -debo confesarlo humildemente- no logró asimilar esta supuesta parábola. 


-Y tú ¿qué nombre le das al Padre? -Eliseo no retrocedía ante nada. Porque, según creo, tú también eres Dios... ¿Cómo se entiende este galimatías? Siendo Dios, ¿por qué el Padre es más que tú? 


Pero el Maestro tampoco era de los que atrancaban... 


-Responde primero a una pregunta: ¿crees que podrías beberte el agua del yam? 


-No, Maestro... 


-Pues nuestro Padre es un lago al que se olvidaron de cercar.. No te empeñes en comprender la naturaleza de Dios: ¡siéntela! Los nombres que las criaturas le atribuyen dependen de la forma con que ellas conciban al Creador. La «causa-centro-primera» del universo nunca se ha revelado por su nombre: sólo por su naturaleza. Al Padre le da lo mismo cómo le llames. Él no impone ninguna forma de reconocimiento, ni de culto oficial, ni de adoración servil a las criaturas dotadas de inteligencia y voluntad. Lo importante es que, en lo más hondo de vuestros corazones, le reconozcáis, le améis y le adoréis.... voluntariamente. El Creador rehúsa ejercer una prepotencia en el libre arbitrio espiritual de sus criaturas materiales y, mucho menos, forzarlas a la sumisión... 


-Pero las religiones... 


-¿Sabéis cuál es el don más precioso del hombre? 


(Pg. 284) -nos interpeló, posando su penetrante mirada en uno y otro, alternativamente. 


-La libertad -esgrimí con no demasiada seguridad. 


-La consagración amorosa de la voluntad humana a la del Padre. De hecho, hijos míos, es el único don válido que el hombre puede ofrecer a Dios. 


-¿Quieres decir que no podemos ofrecer nada más? 


-El hacer la voluntad de nuestro Padre lo es todo. En Él, los humanos viven, se mueven y tienen su existencia. Ése es el verdadero culto, que satisface plenamente la naturaleza del Padre Creador, dominado por el amor. 


Elíseo volvió a la carga. 


-Y tú, Maestro, ¿cómo le llamas? 


-Te lo he dicho: abbá. 


Aquella palabra aramea venía a significar «papá»: el más entrañable de los vocablos que, por cierto, jamás era utilizado por los judíos cuando se referían a Dios. 


-En espíritu -continuó- todos los nombres otorgados a Dios guardan idéntico significado, aunque, en palabras y símbolos, cada una de las denominaciones expresa el grado y la profundidad con que el Padre es entronizado en el corazón de sus criaturas... 


-Y por ahí -mi hermano señaló al cielo-, ¿cómo le llaman? 


El rabí sonrió de nuevo. 


-Cerca del centro del universo de los universos, el Padre Universal es generalmente conocido bajo nombres que vienen a significar la «causa-primera». Más allá, en el exterior, en los universos del espacio, los términos empleados para designarlo coinciden con el de «centro universal». Más lejos, en la creación estrellada, es conocido por «primera causa creadora» y «centro divino». En una constelación vecina a la vuestra, Dios es llamado «el Padre de los universos». En otra: el «apoyo infinito». Hacia oriente recibe el nombre de «Divino Controlador». También ha sido calificado como el «Padre de las luces», el «Don de la Vida» y el «único Todopoderoso». 


El «universo de los universos», los «universos del espacio», la «creación estrellada»... Aquello escapaba a mi corto conocimiento. Hubiera deseado preguntarle sobre tan magna creación, pero, honradamente, las fuerzas me abandonaron. Elíseo, en cambio, continuaba despierto y dispuesto... 


-Antes has mencionado el Paraíso. ¿Existe en realidad o se trata de otra bella metáfora? 


-Vosotros lo asociáis a un lugar pleno de felicidad y no estáis equivocados. Pero mientras permanezcáis sujetos a la carne, jamás podréis aproximaros siquiera a su magnífico e inmenso esplendor. 


Eliseo, inasequible al desaliento, insistió: 


(Pg. 285) -Te atreverías a definirlo en cuatro palabras?


-Centro de gravedad absoluta. 0, mejor, isla nuclear de luz. 


-¡Dios mío! -exclamó mi hermano-. ¡Luego es cierto!... 


Y antes de que Jesús acertara a proseguir, fue directamente al grano: 


-Muchos seres humanos piensan que, al morir, entrarán de lleno en el Paraíso. ¿Están equivocados? 


-Querido amigo, el hombre es como un niño: posesivo, inconsciente y atado únicamente al mundo cercano que le rodea. Ya te he dicho que la carrera hacia la Perfección, hacia el Paraíso, o, si lo prefieres, hacia nuestro Padre, exige una dilatada preparación en otras «moradas»... 


-Entonces, ¿cuándo veremos a Dios cara a cara? 


-A veces -se lamentó el Resucitado- parecéis ciegos... ¿Por qué le buscas fuera si Él te ha regalado parte de su esencia? 


Mi compañero -a juzgar por la expresión de su rostro- no le comprendió. 


Se ha dicho: «Vosotros no podéis ver mi rostro, ya que ningún mortal puede verme y vivir.» Pues bien, yo os digo que ningún ser material podría contemplar el espíritu de Dios y preservar su existencia terrestre. Es imposible a los grupos inferiores de seres espirituales y a todos los órdenes de personalidades materiales captar la gloria y el resplandor espiritual de la presencia de la personalidad divina. La luminosidad espiritual de esa presencia del Padre es una luz que ningún mortal puede soportar, que ninguna criatura material ha visto y que no podrá ver. 


-En resumen -le manifestó en su honesta simplicidad-, que después de la muerte tampoco le veremos... 


-Hijo mío, en la inmensidad de la creación, Dios no trata directamente con las personalidades dotadas de voluntad. Lo hace de otras maneras: como te he dicho, «instalándose» en lo más íntimo de cada ser y a través de un vasto circuito de personalidades celestes. 


-Te das cuenta de lo que acabas de exponer? 


Supongo que aquella perplejidad en el rostro del Maestro fue simulada. 


-Si no te he entendido mal -prosiguió Eliseo-, Dios se «instala» en cada uno de nosotros... 


El Señor no tenía prisa en responder. Se concedió unos segundos, multiplicando así la ansiedad de mi hermano. 


-Ésa, mi pequeño curioso, es la más grande verdad que podrás escuchar de mis labios. 


Y desplazando sus ojos hacia mi persona, subrayó: 


-Tu hermano lo sabe: la falsedad no puede anidar en mi alma. Y yo te digo que cada criatura mortal dotada de inteligencia y voluntad recibe, directamente del Padre, una «chispa» de Él mismo, enviada desde el Paraíso y que vive en el órgano mental de los mortales, ayudándolos a desarrollar su (Pg. 285) alma inmortal, destinada a sobrevivir por toda la eternidad. La presencia de este «ajustador divino» (así podríamos calificarlo) en la mente humana es revelada merced a tres fenómenos experienciales: a la aptitud intelectual para conocer a Dios, a la necesidad espiritual de encontrarle y al intenso deseo de toda personalidad de parecérsele. 


Fue como un chispazo. De pronto creí entender la famosa frase bíblica: «hecho a su imagen y semejanza». Y el Maestro, captando «mi» hallazgo, se revolvió como un ciclón. 


-¡Así es, Jasón! Y en verdad te digo que en todas vuestras aflicciones, Él se aflige. En todos vuestros triunfos, Él triunfa en vosotros y con vosotros. Su divino espíritu es realmente una parte de vosotros, aunque la inmensa mayoría de los humanos jamás llegan a descubrirlo. 


-Ajustador divino... ¡Me gusta tu definición! -Eliseo, poco amante de rodeos, le disparó a quemarropa-: Si es como dices, Señor, si cada ser humano recibe esa «chispa» del mismísimo Dios, ¿qué sucede con aquellas criaturas que no llegan a nacer? Tú no ignoras que ayer, hoy y «mañana», el aborto provocado es una realidad... 


Al mencionar la palabra «aborto», la faz del Maestro se oscureció. Mi hermano, conociéndole como le conocía, debió de creer que lo tenía atrapado. 


-Mira a tu alrededor. ¿Qué ves? 


-No sé..., campos florecientes, colinas hermosas, un lago... 


-Dime ahora: ¿crees que todo eso es consecuencia de la casualidad? 


Eliseo no dijo nada. Como yo, tenía sus dudas. 


-Os lo he repetido: la Creación entera es obra de nuestro Padre. El maarabit no soplaría, las mieses no maduraran y las tilapias no alimentarían a los hombres si Él no lo hubiera deseado. Todo obedece a un orden, basado en el amor. Cualquier profanación de ese orden repercute en el resto. En consecuencia, incluso por puro egoísmo personal, las criaturas humanas deben respetar las leyes de la Naturaleza. ¿Creéis de verdad que nuestro Padre está sujeto al error? Sus leyes son fruto del amor. Y os aseguro que el amor es la única moneda válida en el universo, imposible de falsificar. 


-Si el Padre es amor -tercié en la conversación-, ¿por qué consiente el mal? 


-El mal, mi atormentado amigo, es un concepto relativo. El mal potencial es inherente al carácter necesariamente incompleto de Dios, como expresión de la infinidad y de la eternidad limitadas por el espacio-tiempo. El hecho del elemento parcial, en presencia del total perfeccionado, constituye la relatividad de la realidad. En todo el universo, cada unidad es considerada como una parte del todo. La supervivencia de la fracción depende de la cooperación con el plan y la intención del todo, del deseo sincero y del (Pg. 287) consentimiento perfecto de hacer la divina voluntad del Padre. Si existiese un mundo evolucionario sin error, sin posibilidades de juicios imprudentes, sería un mundo sin inteligencia libre. En mi universo hay mil millones de mundos perfectos, con sus habitantes perfectos, pero es preciso que el hombre en evolución sea falible, si de verdad desea ser libre. Es imposible que una inteligencia libre y sin experiencia sea uniformemente sabia a priori. Pero no confundáis error con pecado. La posibilidad de juicio erróneo sólo se vuelve pecado si la voluntad humana asume y adopta conscientemente un juicio inmoral intencional. 


-Según esto -enlacé con sus explicaciones-, creer que las desgracias son enviadas por Dios puede ser una absoluta estupidez... 


-Más que una estupidez, Jasón, una consecuencia de la ceguera humana. El Dios eterno es incapaz de sentir la cólera o de castigar a sus hijos. Ésas son emociones humanas, vulgares y despreciables, indignas de ser llamadas humanas y, mucho menos, divinas.


Mi hermano, de mente más ágil, sí estaba dispuesto a «exprimir» a nuestro singular interlocutor. 


-¿Por qué no nos hablas un poco más de ese Paraíso? 


El Maestro se encogió de hombros. 


(Pg. 288) -Lo haré, si así lo deseas, pero será como si vosotros trataseis de hacer comprender a mis pequeñuelos de hoy el sentido de vuestra misión... Antes deberían conocer otras muchas cosas. 


Suspiró profundamente y, durante unos segundos, se entretuvo -supongo- en la búsqueda de las palabras adecuadas. 


-El Paraíso o la isla nuclear de luz se deriva de la Deidad, aunque no puede decirse que sea una Deidad. Las creaciones materiales no son sólo una parte de la Deidad: son una consecuencia. Podríamos decir que, sin calificación especial, es el Absoluto del control material-gravitacional, por la «causa-centro-primera». Esa inmensa «isla», cuyas dimensiones no podríais concebir con la limitada mente humana, permanece inmóvil. Es la única creación estática en el universo de los universos. La isla del Paraíso tiene un lugar en el universo, pero carece de posición en el espacio. Se trata de una isla eterna, origen efectivo de los universos físicos pasados, presentes y futuros... 


¡A qué negarlo! A mitad de la explicación había vuelto a «perderme». 


-El Paraíso es un término que incluye los Absolutos focales personales e impersonales de todas las fases de la realidad universal. El Paraíso puede implicar y reunir todas las formas de la realidad: Deidad, Divinidad, personalidad y energía espiritual, mental o material. Todo tiene al Paraíso como punto de origen, de función y de destino, en lo que se refiere a su valor, su significado y su existencia de hecho. Pero no os confundáis. La isla eterna no es un Creador. Es un controlador único de numerosas actividades universales. De un extremo a otro de los universos materiales, el Paraíso influye en la conducta de todos los seres relacionados con fuerzas, energías y potencias. Pero, en sí mismo, es único, exclusivo y aislado en los universos. No representa a nada y nada representa. No es una fuerza ni una presencia. El Paraíso es, simplemente, el Paraíso. 


Ni Eliseo ni yo nos atrevimos a formular comentario alguno. Era imposible. Yo, como siempre, acepté su palabra. El Paraíso existe y debe tratarse de un lugar (?) inenarrable. 


-Y todas esas cosas -terció Eliseo con melancolía-, ¿por qué no son reveladas con claridad? Los hombres quizá encontrarían un verdadero sentido a su vida... 


-Hijo mío, es conveniente que los hombres no reciban una revelación excesiva... 


Atónito, casi indignado, Eliseo protestó. 


-Ello -prosiguió el Maestro con absoluta calma- asfixiaría la imaginación. El progreso exige que la individualidad se desarrolle. La mediocridad busca perpetuarse en la uniformidad. Fuera del contacto con el Padre Universal, ninguna revelación puede ser jamás completa. Porque vuestro mundo (Pg. 289) ignora generalmente el origen de las cosas, incluso físicas, se ha estimado conveniente darle, de vez en cuando, nociones de cosmogonía, pero esto siempre ha provocado confusiones. Las leyes que gobiernan la revelación limitan grandemente porque prohíben, como os ocurre ahora a vosotros, la transmisión de conocimientos inmerecidos o prematuros. La revelación es una técnica que permite economizar siglos y siglos de tiempo en el trabajo indispensable de selección y de análisis minucioso de los errores de la evolución, a fin de extraer las verdades adquiridas por el espíritu... 


-Pero esas revelaciones -intervino mi hermano con nerviosismo-ayudarían a la Ciencia... 


El Maestro negó con la cabeza. 


-La revelación no debe engendrar ciencia, ni tampoco religiones. Su función es coordinar a ambas con la verdad de la realidad. 


-Pero la Ciencia... 


-Vuestra Ciencia, como la de todos los tiempos, es sólo un espejo, que refleja vuestra propia imagen cambiante. Y te diré más: tanto la Ciencia como la religión están permanentemente necesitadas de una autocrítica más intrépida y de una más clara conciencia de lo insuficiente de sus respectivos estatutos evolutivos. En los dos terrenos, los educadores humanos caen con frecuencia en el dogmatismo y en un exceso de confianza en sí mismos. 


Mi compañero sonrió burlonamente. 


-Tú, Maestro, no pareces muy amante de las religiones. ¿Quién lo diría? 


-El sectarismo, mi querido hijo, es una enfermedad de las religiones institucionales. En cuanto al dogmatismo, una ¡esclavitud de la naturaleza espiritual. Es mucho mejor tener una religión sin Iglesia, que una Iglesia sin religión. 


-Eso me interesa -apuntó Elíseo, disfrutando de aquella increíble liberalidad del Resucitado- ¿Cuáles son, en tu opinión, los peligros de las Iglesias? 


-En otra oportunidad hablé de esto con tu hermano. Pero lo repetiré, si ése es tu deseo. Las religiones formalistas tienden a la fijación de las creencias y a la cristalización de los sentimientos; fosilizan la Verdad; se desvían del servicio de Dios al de la Iglesia; luchan entre sí y entre los hermanos, en nombre del amor, propiciando las sectas y las divisiones; establecen autoridades eclesiásticas opresivas; conducen al nacimiento del falso estado mental aristocrático de «pueblo elegido»; mantienen ideas falsas y exageradas sobre la santidad; se tornan rutinarias y petrificadas y terminan venerando el pasado, ignorando las necesidades del presente. 


-¡Dios mío! -se lamentó mi compañero- ¡Pero tú también formarás una Iglesia! 


Un crudo silencio cayó sobre la colina. El Maestro le miró con dureza. Finalmente, señalando hacia mí con su mano izquierda, respondió sin rodeos: 


(Pg. 290) -Si no deseas escuchar mis palabras, escucha al menos las de Jasón. Cuando el Padre permita que me acompañes, analiza bien mi proceder. Juzga entonces en lo más íntimo de tu ser y recuerda lo que acabas de afirmar. Es importante que transmitas la verdad. Yo no vine al mundo a crear Iglesias. Sólo a dar testimonio de nuestro Padre. La naturaleza humana es débil (lo sé) e, involuntariamente, mi mensaje será trastocado, surgiendo así una nueva religión..., «a propósito» de mi persona. 


Palabras proféticas las de Jesús de Nazaret... 


-¿Y cuál es tu religión? 


-Os lo he dicho: hacer la voluntad del Padre. Entregarse generosamente al amor y a la apasionante aventura, de la búsqueda personal de Dios. Yo no deseo credos ni tradiciones que fosilicen el alma humana. Los que acepten mi mensaje jamás serán dogmáticos. Son las metas (no los credos) las que deben unir a los hombres. Y la que yo os he revelado es ligera y cristalina: llegar al Padre. Hacer su voluntad. Descansar en Él. 


No pude contenerme. Y saltando por encima de las muchas cuestiones que todavía almacenaba Eliseo en su insaciable e inquieto corazón, me interesé por el destino de esta Caótica Humanidad a la que pertenezco. 


-En verdad os digo -sentenció con los ojos radiantes por la esperanza- que el futuro del mundo es espléndido. Las tribulaciones pasarán. Y llegará el día en que los hombres olvidarán rencillas y oscuros intereses. Ese día, las naciones de la Tierra, como un solo pueblo, aceptarán el doble mensaje que os traigo: que el Padre existe y que todos sois hermanos. Vuestro destino es la luz. Y nadie os arrebatará ese derecho. Entonces, sólo entonces, hallaréis la paz. Para llegar a eso debéis aprender primero a gozar de los privilegios sin abusar de ellos, a disponer de la libertad como de un delicado recipiente de cristal que conviene manejar con delicadeza y a poseer el poder, rehusando utilizarlo para ambiciones personales. Tales son los indicios de una «Humanidad avanzada». 


-Entonces estamos muy lejos... 


La insinuación de Eliseo quedó en el aire. El cinturón de seguridad en tormo a la «cuna», proyectado a 600 pies, había detectado un «target». El computador central transfirió la alerta, haciendo vibrar la conexión auditiva. Me puse en pie. Alguien rondaba o se acercaba a la colina.


Con una escueta indicación fue suficiente: mi hermano comprendió que «algo» sucedía e, incorporándose al punto, miró en silencio al extraordinario Hombre. Fue una mirada de admiración.Jesús le correspondió con un guiño. Alzó sus manos y se despidió con un lacónico «Id pues ... ».


(Pg. 291) Cuando llegaron los 11 discipulos al monte de la ordenación:


-¡Padre mío, te traigo de nuevo a estos hombres: mis mensajeros! De entre los hijos de la Tierra, he elegido a éstos para que me representen, como yo he venido representándote. ¡Ámalos y acompáñalos, como tú me has amado y acompañado! Y ahora, Padre mío, dales la sabiduría, ya que pongo en sus manos todos los asuntos del reino. Nuevamente, Padre mío, te doy las gracias por estos hombres y los dejo bajo tu guardia...


Concluida la plegaria, en mitad de un respetuoso silencio, el Resucitado se acercó a cada uno de los presentes, colocando las manos sobre sus cabezas. En cada imposición, el Señor cerraba sus ojos, permaneciendo así (Pg. 291) por espacio de varios segundos. Sólo Felipe y Simón Pedro -los más curiosos- se permitieron alzar ligeramente los ojos, espiando los movimientos de Jesús. 


Terminada la imposición de manos, les rogó que se alzaran. Y recuperando su buen humor, departió con ellos durante una media hora, rememorando -como sucediera en la playa de Saidan- los «viejos tiempos». Por último, hacia las 12.45 horas se dirigió a Simón, el Zelote, abrazándolo durante casi un minuto. No hubo palabras en aquel efusivo abrazo. Pero los ojos del patriota se llenaron de lágrimas. Acto seguido, uno por uno, repitió la entrañable despedida. Y retrocediendo hasta el centro del círculo que formaban los íntimos, desapareció fulminantemente. 


Mi compañero me miró perplejo. Yo, impotente, arqueé las cejas, cediendo ante la evidencia. Esta vez no hubo anuncio para una tercera aparición. ¿Significaba esto que las «presencias» de Jesús en la Galilea habían finalizado? 


Tras unos minutos de confusión, los discípulos emprendieron el regreso a Nahum.
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