Caballo de Troya 7 — PALABRAS DE JESUS



(Pg. 6)


—Confía —exclamó el Maestro, acariciándome con aquella voz firme y profunda. Y tomando la pequeña madera, tras algunos segundos de atenta lectura, concluyó—: Aquí lo dice bien claro... Si tienes esperanza, si confías, lo tienes todo.


—Vamos, es la hora...


Y cargando sacos y tiendas, el Maestro y estos exploradores se alejaron del mahaneh, el rústico campamento ubicado en la cota 2.000, muy cerca de las nevadas cumbres del Hermón; un paraje difícil de olvidar y al que tendríamos la fortuna de regresar en su momento.


(Pg. 9)


—¿Por qué os empeñáis en saborear lo amargo cuando podéis disfrutar de lo dulce?


(Pg. 32)


Refiriendose a un enfermo: ... Así lo quiere —murmuró Assi por segunda vez—. Ése es el deseo del Santo, bendito sea su nombre...


No esperó respuesta. Se alzó y, tras desearnos la paz, se dirigió hacia una de las cabañas. Hasok, Tinieblas, se fue tras él. Imaginé que debían madrugar...


Jesús, sentado a la turca, me observó fugazmente. Fue como un calambre. Aquella mirada jamás pasaba desapercibida para el corazón. Nos habíamos quedado solos, con la única compañía del fuego y el silencio. Y, una vez más, hizo fácil lo difícil...


—¿Crees que el Padre lo quiere así?


Lo miré sin terminar de captar. La voz, templada, prosiguió:


—¿Crees que el Padre condena a sus hijos a la enfermedad?


Lo importante, Señor, no es lo que yo crea, sino lo que ellos —y señalé la oscuridad de las chozas— entienden. Tú has enseñado que ese Padre es amor...


Guardó silencio durante unos instantes. Tuve la sensación de que medía las palabras.


En aquel tiempo, como ya he referido en otras ocasiones, la enfermedad era una consecuencia directa del pecado, incluso por omisión. Se trataba de una concepción exclusivamente religiosa de lo que hoy entendemos como dolencia o patología. Fue inventada por los mesopotámicos. La Biblia está sembrada de alusiones a esa trágica ecuación: pecado = cólera divina = castigo (enfermedad)


—Lo que tú observes, lo que escuches y, sobre todo, lo que termines por creer, sí es importante. Eres un enviado. Después, cuando regreses, sé fiel. Otros descubrirán la verdad de tu mano. ¿Es importante o no?


Sonrió, acogedor. Jesús volvía a ser el del Hermón. Risueño, afable, comunicativo.


—Responde a mi pregunta: ¿consideras que el Padre desea el mal y la enfermedad?


—Si yo tuviera un hijo —repliqué, un tanto abrumado—, nunca lo castigaría con una enfermedad. Probablemente —rectifiqué—, no lo castigaría...


Y en mi mente quedó flotando una frase que no supe interpretar en esos instantes: «cuando regreses...». ¿Por qué hablaba en singular? Pero, sumido en la conversación, aquel «chispazo» — importantísimo— se extinguió y no volví a recordarlo..., hasta un tiempo después.


—En verdad te digo, Jasón, que estás próximo a la esencia de la cuestión. El problema es que no conoces al Padre —todavía—, y, por tanto, no sabes que las palabras «castigo» y «pecado» no son concebibles para Él. Sois vosotros los que habéis levantado esas calumnias contra Dios.


Percibió mi confusión y, animándome con una interminable sonrisa, trató de ir paso a paso.


—Empecemos por el final. ¿Qué es para ti el pecado?


—Si yo fuera religioso —maticé—, lo entendería como una transgresión de las leyes y los preceptos divinos.


—¿Y cuáles son esas leyes y normas? 


Me sorprendió. Él lo sabía mejor que yo. Él conocía la Tora y los 613 mandamientos revelados por Moisés (365 prohibiciones, según el número de días del año solar, y 248 órdenes positivas que —decían— correspondían a las partes del cuerpo humano). 


No me dejó responder. 


—¿Crees que el Padre dictó esas leyes? 


—Tengo entendido que fue Yavé... 


La mirada, como una daga, me advirtió. 


—No estoy hablando de Yavé, sino del Padre, el Número Uno, como dice tu hermano... Me atrapó.


—¿Sabes cuál es la única ley para el Padre? —El amor. 


Eso lo sabemos por ti... 


—Y el profeta Amos lo resumió en un solo mandamiento: «Buscadme y viviréis.» Eso es lo que solicita el Padre: buscarlo. Ésa es la única ley.


»Pues bien, dime: ¿qué castigo puede derivarse del incumplimiento de esa ley? ¿Crees que si el hombre no busca a Dios es un pecador? 


Me dejó perplejo, una vez más.


—Pero ésa, querido amigo, aun siendo importante, no es la cuestión principal. El problema, como te decía, es que la inteligencia humana no está preparada para entender la naturaleza del Número Uno. 


Es lógico. 


¿Recuerdas la mariposa en el extremo de aquella rama?


Asentí en silencio.


El Maestro se refería a la Euprepia oertzeni, el hermoso lepidóptero que se había posado en la rama que sostenía Jesús en una de las inolvidables noches en torno al fuego, en el Hermón.


Recordaba muy bien sus palabras: «Dime, querido ángel, ¿crees que esa criatura está en condiciones de comprender que un Dios, su Dios, la está sosteniendo?»


—No (dijiste), hay demasiada distancia...


Y el Maestro siguió abriendo camino.


—... Correcto. Hay una distancia tan inmensa que ninguna mente humana puede sospechar cómo es el Padre. Lo finito (lo sabes muy bien) no está hecho para lo infinito. Mientras viváis sumergidos en el tiempo y en el espacio, no podréis intuir siquiera qué hay más allá, en las regiones del espíritu.


Jesús alivió la tensión. Señaló el negro y parpadeante firmamento y preguntó:


—¿Podría captar la mente de Aru el orden que rige las estrellas? Y, si no es así, ¿cómo aceptar que pueda ofenderlas? ¿Por qué sois tan vanidosos y engreídos? Si ni siquiera comprendéis a Dios, ¿cómo os atrevéis a colocarlo a vuestro nivel? ¿Cómo es posible que lo juzguéis capacitado para ser ofendido y para castigar?


No parpadeé. El Maestro fue rotundo.


—... ¿Pecar? ¿De verdad estimas que una criatura finita puede molestar, injuriar o provocar a Dios?


¿Crees que Dios es humano?


—Tú, sin embargo, has hablado (y hablarás) del pecado y de los pecadores...


—Os lo dije una vez: cuando llegue mi hora hablaré como un educador. Tú, mejor que nadie, deberías entender a qué me refiero. Habrá momentos en los que mis palabras deberán ser tomadas como una aproximación a la realidad. Ellos —añadió, refiriéndose a los que habitaban el kan— son la consecuencia de una época. Sólo conocen un lenguaje... Vosotros, en cambio, estáis más cerca...


Lo interrumpí. El asunto del «pecado» me tenía perplejo. Nunca fui un hombre religioso y, en cierto modo, me satisfacía la postura del Galileo. Pero...


—Si el pecado no existe, al menos como ofensa al Padre, ¿qué sucede con los asesinos, ladrones, etcétera? ¿No son pecadores?


El Hijo del Hombre esperaba la pregunta. Dibujó una media sonrisa y negó con la cabeza.


—Una cosa es intentar ofender al Padre (imposible, como te he dicho) y otra muy distinta causar daño a tus hermanos, los seres humanos. Cuando alguien incumple esas leyes está infringiendo las normas que rigen entre los hombres. No confundas ese pecado con el otro...


—Pero, a fin de cuentas, Dios castiga a esos pecadores, digamos, «de segunda»...


—Nuevo error, querido Jasón. El Padre es amor. Ya lo hablamos. Si el pecado no forma parte de la conciencia de Dios, y así es, ¿por qué pensar que es un juez castigador? Ni pecado, ni castigo son conceptos comprensibles para el amor. Y Él, tu Padre, el Número Uno, es el amor...


—Lo sé, con mayúsculas.


—¿Crees entonces que Él desea y envía la enfermedad? Silencio.


—¿Puedes admitir que una persona enamorada imagine siquiera cómo ofender y castigar a su hombre o mujer amados?


Jesús permitió que las ideas planearan sobre mi corazón. Después, pausadamente, fue descendiendo...


—El Padre (no Yavé) no lleva las cuentas. Te lo dije: confía. Ahora estáis ciegos, pero algún día se hará la luz en vuestras inteligencias. Todo obedece a un orden, incluida la maldad.


La palabra «orden» se propagó solemne en mi interior. Aquello era nuevo para mí. Demasiado nuevo...


—Lo sabes muy bien, Jasón. La enfermedad no es un castigo divino. Su origen es otro. La enfermedad sólo existe en los mundos materiales. Forma parte del proceso natural. Pero ¿cómo explicárselo a estos pequeñuelos? .-podríais hacerlo vosotros?


—Necesitan tiempo —murmuré con tristeza.


—Y vosotros también... Confía, querido amigo. Sólo se os pide eso: confianza. En el amor no hay resquicios.


—Entonces, Yavé... ¿quién es?


—Di mejor quién fue...


Esperé, intrigado. El Maestro se perdió en el flamear de las llamas y así permaneció durante un tiempo que se me antojó interminable. Me arrepentí de la pregunta. Quizá no era oportuna. Finalmente, regresando a mí, sentenció:


—Éste es otro momento en el que mis palabras sólo pueden aproximarse a tu realidad. Digamos que fue un «instrumento»...


—¿Quieres decir que no era Dios?


No respondió. Su mirada buscó de nuevo los rojos de la hoguera y quien esto escribe creyó «leer» en el silencio.


—¿Por qué tanta confusión?


El Maestro volvió a negar con la cabeza. En parte comprendí su impotencia a la hora de transmitir ideas.


—Te lo he dicho. Todo obedece a un orden. Nada es casual. Lo que tú estimas como confusión es falta de perspectiva. Acabas de ser imaginado por Él. Acabas de aparecer como criatura mortal. Todo te parece confuso. Eres un recién llegado. Confía y recibirás la información..., en el momento adecuado.


Éstos conciben a Dios como un juez y creen que el ideal es la total sumisión a los preceptos. 


La justicia divina (para ellos) es algo lógico. En el futuro, gracias a mensajeros como tú, eso cambiará. El mundo recordará mis palabras. Reconocerá el verdadero rostro de ese Dios-Padre y, sencillamente, lo buscará...


—Un momento —lo interrumpí—, ¿estás diciendo que algún día, en el futuro, la justicia divina desaparecerá? No es fácil concebir a un Dios sin justicia...


—Ahora, así es. Ése es el orden del que te he hablado. El amanecer llega siempre después de la oscuridad. Pero habrá un mañana y el mundo descubrirá que el Dios justiciero (como Yavé) forma parte de un tiempo pasado. Es más: te diré algo que ya deberías saber...


Me observó con picardía.


—El Padre nunca ha sido justo...


Y el Maestro, comprendiendo mi extrañeza, suavizó la afirmación:


—Al igual que sucede con el concepto de pecado, sois vosotros, los hombres, quienes habéis decidido que Dios imparta justicia...


—¿Y no es lo justo?


—El amor no precisa de la justicia. Insisto: es el ser humano el que se empeña en hacer a Dios a su imagen y semejanza. Yo dije en cierta ocasión que la divina justicia es tan eternamente justa que incluye, inevitablemente, el perdón comprensivo. Ahora, en el silencio de este lugar, te digo que mis palabras se quedaron cortas. Ahora, y a ti, mi querido mensajero, te digo que el Padre jamás ha necesitado de la justicia. Si el pecado, como ofensa a la divinidad, no forma parte de la conciencia de Dios, ¿dónde queda la justicia? ¿Comprendes el porqué de mis palabras? ¿Comprendes cuando digo que Dios nunca ha sido justo?


—Permite, Señor, que vuelva sobre mis pasos. Si el Padre no precisa de la justicia, ¿qué hacemos con los malvados? ¿Quién los juzga? ¿Cómo y dónde pagan sus atrocidades?


El Hijo del Hombre inspiró profundamente. Sus ojos, lejos de reprochar, me acogieron con dulzura. E intentó descender a mi realidad, una vez más...


—Éste es un lugar especial —asocié sus palabras al kan (grave error)—. Aquí, por expreso deseo de la divinidad, se autoriza todo: lo más noble y lo más bajo. Pero eso, Jasón, no significa que la creación se le haya ido de las manos al Padre. Te lo he dicho: nada escapa al amor del Número Uno. La maldad, incluso, forma parte del juego...


Era cierto. No prestaba la suficiente atención. Y, como un tonto, insistí...


—Pero ¿quién hace justicia?, ¿quién pide cuentas? 


—También lo hablamos. Después de la muerte, nadie juzga. El amor nunca juzga. Sé paciente y confía. Existe un orden que tú apenas distingues...


—Entonces, ¿qué debemos hacer?


Jesús respondió con una sola palabra: —¡Yeda!... ¡Dar gracias!


Así terminó aquella intensa jornada.






Eliseo y yo nos pusimos en pie, dispuestos a reanudar la marcha. Y, súbitamente, dejando el vaso sobre el tablero de pino, Sitio se alzó y preguntó:


—¿Eres tú como Hillel, el sabio...?


Dudó, pero, amparándose en la luz de los ojos del Galileo, concluyó lo que pretendía decir.


—...Estos griegos aseguran que eres mucho más.


Nosotros no habíamos dicho tal cosa, pero guardamos silencio. Hablaba con razón.


El Maestro fue a colocar las manos sobre los hombros de Sitio. El jefe de la posada no supo qué hacer, ni qué decir. Aquel gesto típico y entrañable terminó por desarmarlo.


Apuntó una fugaz sonrisa y, supongo, traspasado por la cordialidad de aquel Hombre, bajó los ojos, enrojeciendo.


—Amigo —respondió el Maestro con dulzura—, no soy como Hillel...


Sacudió levemente los hombros, reclamando toda la atención del ruborizado Sitio.


El «hombre» obedeció al punto y devolvió la mirada.


—Soy la esperanza...


Yseñalando con la mano izquierda la pared que tenía a su espalda, añadió:


—... La que ahora te falta...


Lo había hecho, una vez más. Nunca me acostumbré. ¿Cómo podía saber que, en aquel muro, faltaba una tablilla de madera? Casualmente (?), la que hablaba de la esperanza, la que yo guardaba en el petate...


Ydesviando los ojos hacia este atónito explorador, me hizo un guiño.


(Pg. 42)


—Sí —balbuceó Sitio—, tienes razón. Pero dime, ¿cómo puedo recuperarla?


-La esperanza, querido amigo, siempre está contigo. Ahora duerme. Algún día despertará...


—¿Algún día? —reclamó Sitio, impaciente—. ¿Cuándo? 


—No ha llegado mi hora... 


—Pero ¿quién eres tú?


—Te lo he dicho: soy la esperanza. El que me conoce confía...


—Quiero conocerte mejor...


Jesús, conmovido, accedió en parte a la petición.


—Si tanto lo deseas...


Sitio animó al Maestro con varios y afirmativos movimientos de cabeza. El magnetismo de aquel Hombre lo había cautivado definitivamente...


—... busca a Aru. La esperanza va con él.


—¿Aru?


—Después, cuando oigas que el Hijo del Hombre está entre vosotros, si lo sigues deseando, búscame... 


El posadero no comprendió.


—Búscame —insistió el Galileo— y, juntos, despertaremos a la esperanza...


—¿El Hijo del Hombre? ¿Quién es? ¿Dónde lo encontraré?


Jesús cargó el saco de viaje. Sonrió de nuevo a Sitio y, antes de alejarse hacia la puerta, le recordó y nos recordó:


—No ha llegado mi hora...






Eliseo: Dime, Señor, ¿cómo explicar la homosexualidad en un reino tan perfecto como el del Padre?


Jesus de pronto se desvió y fue a orillarse al filo izquierdo de la ruta. Allí, sobre la ceniza, entre voluminosos cestos de hoja de palma, aguardaba sentado un anciano badawi (beduino). Era un vendedor de uva.


El Maestro, curioso, paseó la vista por los apiñados racimos. Estaban casi recién cortados. Eran las célebres uvas de la alta Galilea, en especial, de las regiones de Batra y Rafid. Había granos rojos, de terciopelo, llamados arije, cultivados en cepas de un metro de altura. Otros, también enormes, originarios de África, brillaban en un negro terso y azabache. Distinguí igualmente las verdiblancas, del tipo albulo y abejar, de hollejos delgados y gruesos, respectivamente, dulcísimas...


El nómada, esperanzado ante la presencia de aquellos posibles compradores, espantó los escuadrones de avispas que zumbaban sobre los canastos y en un arameo de hierro animó al cliente más próximo —en este caso, Jesús— a que probara el género.


—...Las anavim (uvas) son un regalo de los dioses —dijo—. Además, aclaran la piel. Iluminarán tu rostro...


Jesús deslizó la mano izquierda sobre unos racimos blancos, con pintas negras, y, tras dudar, arrancó uno de los granos. Lo alzó y, dirigiéndolo hacia el sol, contempló satisfecho la textura y la firmeza de la pulpa. Después dio media vuelta y se lo ofreció al ingeniero, invitándolo a que lo degustara. Y, feliz, preguntó:


—¿Qué me decías?


Eliseo, desconcertado, no respondió. Ambos sabíamos que el Maestro había oído perfectamente y que su memoria era excelente. Algo tramaba...


(Pg. 4 4)


—Muy dulce —replicó mi hermano finalmente—. En cuanto a mi pregunta...


Lo vi dudar. Pensé que daba marcha atrás. Pero no. Eliseo no era de los que se atrancaban o retrocedían. Miró de frente al Maestro y prosiguió:


—... sólo quería saber qué opinas de la homosexualidad...


Jesús lo contempló en silencio. Adiviné unos gramos de ironia. Los tres recordábamos la pregunta inicial. El sentido no era el mismo. El Galileo, sin embargo, borró con rapidez aquella leve sombra y, depositando las manos sobre los fornidos hombros del ingeniero, respondió en un tono que no admitía discusión:


—Hijo, ¿crees que el Padre comete errores?


(Pg. 48)


El publicano (Santiago trabajando como recaudador de impuestos) bajó la vista y, finalmente, curioseó en el interior del saco de viaje del Galileo. De pronto dio con algo que, al parecer, llamó su atención. Alzó los ojos y con aquella voz aflautada, característica de Mateo, interrogó a Jesús, al tiempo que lo extraía del petate. 


—¿Y esto?


El Maestro se encogió de hombros y, señalando a Elíseo, comentó:


—Un regalo...


Mateo no respondió. Inspeccionó la húmeda tela que cubría las pequeñas raíces del vástago y, serio, exclamó:


—Apresúrate... Puede morir.


El Hijo del Hombre tomó entonces el retoño de olivo que, efectivamente, le había regalado mi hermano en su treinta y un cumpleaños, en las cumbres del Hermón, y con énfasis, sentenció:


—En mis manos, nada muere. Y mucho menos la paz...


Y recordé con emoción las palabras del Maestro en aquel 21 de agosto, al recibir el olivo que nos entregó el general Curtiss: «... Un regalo de otro mundo para el Señor de todos los mundos... Lo plantaremos como símbolo de la paz... La paz interior: la más ardua...»


—De todas formas —insistió el publicano—, apresúrate...


El Hijo del Hombre guardó con mimo el vástago y replicó con unas frases que Mateo, lógicamente, no comprendió en esos momentos.


—Nunca tengo prisa... Dios actúa, pero nunca con prisa... Cuando llegue la hora, cuando decida plantar la paz en los corazones, tú serás de los primeros en saberlo...


—Está bien —repuso el recaudador con sorna—, también los gabbai tenemos derecho a un poco de paz... De momento, esa paz te costará un as...


(Pg. 54)


—¡Atiende! —comentó la «pequeña ardilla»—. ¡Ya se mueve! ¡Nacerá para adar!


Eso quería decir febrero, más o menos. Esta, por tanto, se encontraba en el quinto mes de gestación, aproximadamente.


El Maestro, con la mano extendida sobre la túnica, aguardó impaciente. Y al poco, el asombro y otra sonrisa vinieron a confirmar las palabras de la pelirroja. El feto se había movido...


Y el Galileo pasó de la emoción a la risa.


—¡Se mueve! —gritó.






…Jesús, feliz, tomó entonces al pequeño que jugueteaba en las proximidades del barreño, lo alzó y preguntó:


—¿Quién eres tú?


El bebé, con el cráneo igualmente pelado (una sabia medida contra las epidemias de piojos que martirizaban a todas las poblaciones), observó a Jesús con sus enormes y azules ojos.


—¡Tú debes de ser Amos!


(Pg. 59)


Necesitamos un tiempo para entender que el Hijo del Hombre amaba el silencio. Era su color preferido en el arco iris. «¿Por qué hablar —decía—, si el silencio habla por nosotros...? El silencio es el idioma natal del amor.»






…Eliseo, menos diplomático, rompió el silencio y el misterioso juego del Galileo y fue a plantear una cuestión que —lo reconozco— también me tenía intrigado.


¿De quién era aquella casa? ¿Por qué se habían trasladado de Nazaret a Cafarnaún o Nahum?


El Maestro interrumpió el trazado sobre los círculos y nos contempló con dulzura. Comprendía, perfectamente, nuestra curiosidad. Echó atrás los húmedos cabellos y dejó que el maarabit los enredara. Después, con los ojos cerrados, fue recordando...


Sucedió cuatro años atrás, en el mes de tébet (diciembre-enero). En ese año 21 de nuestra era, en una lluviosa mañana de domingo, Jesús se alejó de Nazaret. Quería ver mundo. Quería saber de las criaturas. Jamás regresaría a la pequeña aldea, al menos para quedarse oficialmente. Su madre y sus hermanos no comprendieron...


Estaba a punto de estrenar la magnífica y secreta etapa de los viajes por el Mediterráneo y por el Oriente. Pero el Destino —cómo no— le salió al encuentro... Fue en el yam, en la vecina población de Saidan. Allí vivía una familia con la que José, su padre terrenal, guardó siempre una estrecha y entrañable relación.


Jesús sonrió y pronunció un nombre sobradamente conocido:


—Zebedeo...


El viejo pescador y constructor de barcos, en efecto, era socio y amigo de José, carpintero de exteriores y contratista de obras, fallecido, como se recordará, el 25 de setiembre del año 8, cuando el Galileo contaba catorce años de edad. El viejo Zebedeo y José trabajaron e hicieron negocios juntos. Toda la familia de Saidan lo conocía y lo estimaba. Por eso, cuando Jesús se presentó en el caserón de la playa, fue recibido con los brazos abiertos. Fue en ese mes de enero cuando el Maestro inició su amistad con la (Pg. 6 0) citada familia. Aunque se había cruzado con ellos en otras ocasiones, fue en ese arranque del año 21 cuando intimó con los hijos del patriarca, en especial con Juan.


Los Zebedeo necesitaban mano de obra en el pequeño astillero existente en la desembocadura del río Korazaín y, conociendo la habilidad de Jesús como carpintero y forjador, le propusieron que trabajara para ellos.


—... El Padre decidió que sí —manifestó el Maestro, encantado ante la posibilidad de recordar.


—¿El padre? —terció Elíseo sin comprender—. ¿Por qué decidió el viejo Zebedeo?


El Maestro negó levemente con la cabeza. Después, elevando el rostro hacia el azul del cielo, matizó:


—Tu Jefe... El «Barbas», como tú lo llamas...


Mi hermano, satisfecho, lo animó a que prosiguiera.


Jesús vivió en el caserón de Saidan durante trece meses. Todos lo querían. Especialmente las cuatro hijas, hermanas de Santiago, Juan y David (el que más adelante se convertiría en jefe de los «correos»).


Durante esos meses, como prometió, Jesús envió dinero a su familia de Nazaret. Sólo en el marjesván (octubre-noviembre) visitó de nuevo a la Señora, y asistió a la boda de Marta, la segunda de las hermanas. Después desapareció, una vez más. La Señora no volvería a verlo en dos años.


El Maestro se inscribió en el censo de Nahum. Allí pagó sus impuestos. Este pueblo, en definitiva, fue «su ciudad», como afirman Mateo y Marcos, esta vez acertadamente. Jesús figuró como «artesano especializado», sin mas.


Y en el mes de marzo del siguiente año (22 de nuestra era), el Galileo, «ciudadano de Nahum» desde esas fechas, siguió su Destino. Ante la desolación de los Zebedeo —en especial, de las hijas—, se despidió, rumbo al sur, e inició el primero de sus dilatados y apasionantes viajes. (Aún continúo preguntándome si debo incluir esa información en el presente diario. Quién sabe...)


Antes de emprender el camino, el Maestro solicitó un favor de su amigo, Juan Zebedeo. Durante su ausencia debería enviar regularmente una cierta cantidad de dinero a su madre, en Nazaret. Jesús había preferido recibir una pequeña suma mensual —a cuenta del salario establecido—, y guardar el resto para un futuro. Ahora era el momento de echar mano de esos denarios, auxiliando así a su gente.


El Zebedeo aceptó, comprometiéndose a eso «y a lo que fuera menester». Cuando Juan preguntó sobre el destino del viaje y el tiempo que permanecería lejos del yam, Jesús respondió: «Eso lo decide mi Padre. Regresaré cuando sea mi hora.»


Ni que decir tiene que el Zebedeo no comprendió. Tampoco era su hora...


Pero, como digo, cumplió con su palabra. Y con el dinero acumulado respetó lo pactado e hizo algo más. Durante dos años envió mil doscientos denarios de plata a la Señora, y con el resto —otros mil— se aventuró a comprar una casa en Nahum. Justamente en la que ahora descansábamos. Pagó la hipoteca y procedió a la liquidación de la deuda, extendiendo el título de propiedad a nombre de su amigo, «Jesús de Nahum». (Pg 61) De esta forma, mientras se hallaba ausente, el Maestro se convirtió en propietario. Fue la única propiedad a lo largo de toda su vida...


(Pg. 62)


…Jesús fue el último en recibir el «aperitivo». Tomó el cuenco entre las manos y, siguiendo su costumbre, lo levantó ligeramente, brindando:


—Lehaim!


—¡Por la vida! —replicó mi compañero.


Yo, como digo, continué mudo, sin saber qué me sucedía.


Y Jesús, captando mi silencio, repitió el brindis, animándome a que me uniera al hermoso deseo.


—¡Por la vida! —respondí finalmente con la voz prisionera por aquel súbito sentimiento—.


Lehaim!


Ymis ojos, sin poder remediarlo, se fueron con la rápida y delicada silueta de la mujer. A partir de esos instantes, nada fue igual para este perplejo explorador...


Mi hermano elogió el buen gusto de las cocineras, y el Maestro, sin desviar sus ojos de los míos, traspasándome, aclaró las dudas del ingeniero sobre los ingredientes de la abattíah.


Esta vez fui yo, atrapado, quien bajó la mirada. No sé cómo explicarlo. Él leía en los corazones...


—¿Recuerdas la esperanza? —preguntó el Galileo manteniendo la intensa mirada—. ¿Recuerdas a Sitio?


Supongo que respondí afirmativamente. Mi corazón estaba en otra parte.


—Pues bien —replicó Jesús, dejando libre una de sus mejores sonrisas—, la tuya acaba de despertar...


Ahora sí entiendo sus palabras.


—¿Esperanza? —intervino Eliseo sin captar—. ¿Qué esperanza? ¿A qué te refieres?


El Maestro guardó silencio. En parte, imagino, por la repentina aparición en el patio de Esta y la niña, inevitablemente agarrada a su túnica.






María con voz segura, teñida por la tristeza, reprochó a Jesús:


—¿Es que nunca cambiarás?


(Pg. 6 5)


Los labios de la Señora temblaron y su rostro palideció. Santiago movió la cabeza, afirmativamente, apoyando a la madre.


No supe a qué se refería. No en esos momentos...


El Maestro detuvo el dedo en el círculo central y respondió a la pregunta con idéntica o mayor firmeza:


—Eso, querida mamá María, está en las manos del Padre...






Ruth, incansable, trató de sonsacar a su Hermano sobre los viajes y, especialmente, sobre el último.


—Me he limitado a estudiar a los hombres...


—Pero ¿por qué? —insistió la muchacha sin comprender—. ¿Por qué dejar a los tuyos para estudiar a los extranjeros?


—Ésa es parte de mi misión. A eso he venido...


(Pg. 69)


…Ruth: —¿Y hallaste al Padre en las nieves del Hermón? 


El Galileo agradeció la ayuda con una breve, casi forzada, sonrisa.


—No, mí querida Ruth... El Padre no está ahí fuera...


Entonces, señalando el ancho tórax, aclaró:


(Pg. 70)


—... Dios está aquí, en el interior. Al Hermón no he subido para hablar con Abbá, aunque también lo he hecho...


—Entonces, ¿para qué?


Jesús desvió la mirada hacia mi compañero. Después me buscó. Entendimos.


—Era el momento de recuperar lo que siempre fue mío...


—Pero ¿qué habías perdido? —reaccionó finalmente Santiago—. Que yo sepa, nunca estuviste en ese lugar...


—Cuando llegue la hora..., todos lo sabréis.


…Era tarde. Todos madrugaríamos. Así que, tras desearnos la paz, la familia se retiró. Sólo Jesús permaneció frente a estos agotados exploradores. Nos contempló unos instantes y manifestó:


—Ahora descansad... Yo siempre estoy con vosotros, aunque dejéis de verme. El Padre tiene planes a los que, por ahora, no tenéis acceso, pero confiad.


¿Qué quiso decir? Lo averiguaríamos pocos días después...


(Pg. 70)


…El Maestro depositó una de las lucernas sobre la superficie de la terraza. Era la más grande, con cuatro mechas; una de las habituales lámparas de barro rojo —llamadas «herodianas»—, cuya carga de aceite de oliva podía durar tres «vigilias»; es decir, casi toda la noche.


Entonces, señalando el todavía vacío firmamento, exclamó a manera de despedida:


—Confiad...


Y lo vimos desaparecer por la escalera exterior.


(Pg. 188)


…Y al volverme lo hallé sonriente, con aquella luminosa mirada de color miel. ¡El Maestro! Fue a posar las manos sobre mis hombros y, antes de besarme y abrazarme, exclamó: —¡Patos no, por favor!


Una vez más, no supe qué decir. Jesús me atrajo con fuerza hacia sí y, tras besarme en la mejilla derecha y, posteriormente, en la izquierda, susurró al oído: —¡Gracias por confiar! No podía creerlo.


(Pg. 191)


No éramos teólogos, pero reconocimos la verdad en las palabras del Maestro.


—... Sólo vosotros, en vuestra ceguera, creéis ofender a quien sólo os ama.


(Pg. 194)


Maria: Él ha sido más valiente. Yehohanan ya está en el camino, preparando el reino. Y tú, ¿a qué esperas?


Esta vez sí hubo respuesta. El Maestro, corrigiendo a la madre, exclamó, rotundo:


—Ese reino —e insistió en el término malkuta di 'elaha («reino de Dios»)— nada tiene que ver conmigo...


(Pg. 201)


Durante algunos segundos no lo percibí con claridad. El golpeteo del martillo sobre los pernos de sauce terminaba solapando el canturreo del Maestro. En una de las pausas, mientras el Galileo extraía varios clavos de bronce de uno de los bolsillos del mandil y los alineaba entre los labios, creí entender parte de la letra de la canción: «Dios es ella... Ella, la primera hé, la que sigue a la iod... Ella, la hermosa y virgen..., el vaso del secreto... Padre y Madre son nueve más seis... Dios es ella... Ella, la segunda hé, habitante de los sueños... Dios es ella...»


En los días que siguieron tuve oportunidad de escucharla casi de continuo. Jesús trabajaba al ritmo de aquella extraña canción.


«Dios es ella» era el verso o estribillo principal. Eso entendí.


Pero ¿qué significaba?


«Dios es ella»...


Hé e iod son letras hebreas. Ahí terminaban mis conocimientos.


Jesús la entonaba con emoción, acomodando el ritmo a los golpes. Siempre terminaba con un vibrante «¡Dios es ella!».


(Pg. 224)


—Somos los hombres los que hacemos a Dios a nuestra imagen y semejanza. No al revés... Aquellas palabras de Eliseo fueron pronunciadas por el Maestro en las nieves del Hermón.


Jesús, al escucharlas, sonrió levemente, con dulzura.


(Pg. 225)


…—Te equivocas, mamá María... Jesús tomó la palabra. El tono fue inflexible.


—... El Padre jamás —e insistió en el término—, jamás, ha utilizado una vara... El Padre no es el ser enfurecido del que tú hablas. Y deletreó «enfurecido» (za'ep) para que no quedara duda.


La Señora se encrespó.


—¡Ya empezamos con tus locuras!... ¡Quiera el Santo que no te oigan esos fanáticos de Jerusalén!


Quien no pareció escuchar fue el Maestro.


—... Si el Padre condujera a sus hijos con una vara, sería un dios menor... Sería Yavé.


—Entonces, según tú, ¿cómo nos guía?


El Galileo extendió el brazo izquierdo, mostró la palma de la mano y sentenció:


—Pas! (literalmente, «palma de la mano»).


—¿Estamos en la palma de su mano? —terció Ruth con una sonrisa.


—En todo momento. En la oscuridad y en la alegría. En el error y en el acierto. En el amor y en el desamor. Al principio y al final...
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