Caballo de Troya 6 — PALABRAS DE JESUS



(Pg. 6)


Frases -pronunciadas por el Resucitado el 22 de abril en su aparición en la colina de las Bienaventuranzas- redondeó la inolvidable mañana.


«...Cuando seáis devueltos al mundo y al momento de donde procedáis, una sola realidad brillará en vuestros corazones: enseñad a vuestros semejantes, a todos, cuanto habéis visto, oído y experimentado a mi lado. Sé que, a vuestra manera, terminaréis por confiar en mí. Sé también que no teméis a los hombres, ni a lo que puedan representar, y que proclamaréis mi Verdad. Y otros muchos, gracias a vuestro esfuerzo y sacrificio, recibirán la luz de mi promesa...»






(Pg. 12)


¿Y qué fue del importante mensaje que el Hijo del Hombre se preocupó de recordar a los suyos?


(Pg. 13)


«... Amad a los hombres con el mismo amor con que os he amado. Y servid a vuestros semejantes como yo os he servido... Servidlos con el ejemplo... Y enseñad a los hombres con los frutos espirituales de vuestra vida. Enseñadles la gran verdad... Incitadlos a creer que el hombre es un hijo de Dios... ¡Un hijo de Dios!... El hombre es un hijo de Dios y todos, por tanto, sois hermanos...»






(Pg. 215)


20-08-25


(Pg. 236) En el Hermon


… Instantes después, en pie, disipadas las risas, sumidos en la sorpresa y antes de que acertáramos a pronunciar una sola palabra,Jesús de Nazaret abrió los brazos y, estrechándome, susurro:


-Oheb!


Y repitió:


-Yaqqiroheb!... ¡Querido amigo!


No soy capaz de explicarlo. No hay forma de articular y poner en pie el torbellino de sentimientos y sensaciones que provocó aquel abrazo.


¿Gratitud? ¿Alegría? ¿Emoción? ¿Desconcierto?


(Pg. 237)


Sólo recuerdo que, sin poder contenerme, rompí a llorar. Y me abracé a Él,


con más fuerza si cabe...


¡Al fin!


-¡Querido amigo!... ¡Querido amigo!


A continuación, al estrechar a Eliseo entre los musculosos brazos, siguió pronunciando la misma frase.


-Yaqqir oheb!...


Nos contempló unos segundos y, acogiéndonos con una radiante e interminable


sonrisa, exclamó:


-¡Gracias!... ¡Gracias por vuestra decisión y sacrificios!...


Aquella sonrisa... ¡Era la misma!...


-Sé que estáis aquí por la voluntad de mi Padre...


Eliseo y yo, mudos, perplejos, con un nudo en el estómago, flotábamos en una nube. Aquello no era real. ¿Estaba soñando de nuevo? ¿Gracias por nuestra decisión? Pero, ¿cómo podía saber? La respuesta aparecería «en un momento». Y lo haría delicadamente. Sin brusquedades. «Como lo más natural del mundo» (!).


-Como habrás visto, querido Jasón, el «hasta muy pronto» se ha cumplido...


Y guiñando un ojo me electrizó.


Claro que recordaba aquellas palabras. Pero, ¡Dios santo!, las pronunció en la mañana del jueves, 18 de mayo... ¡del año 30! Fue su despedida en el monte de los Olivos...


-Bien -concluyó, despabilándonos-, prosigamos. Hay mucho por hacer... 


Creo que le seguimos como autómatas. Ni el ingeniero ni quien esto escribe fuimos capaces de pronunciar un «sí» o un «no». Sencillamente, parecíamos hipnotizados. Cargamos las provisiones y la tienda y marchamos tras Él... Y, de pronto, mal que bien, rememoré la reciente escena. ¡Él estaba allí, frente a estos dormidos exploradores! Lo vi plácidamente, sentado, observándonos... ¡Dios! ¿Cuánto tiempo estuvo pendiente de nosotros?


A los pocos pasos, mi hermano, emparejándose con este explorador, habló al fin. Y repitió mis propios pensamientos:


-¿Cómo es posible?... ¡Nos ha reconocido!...


Entonces, pillándonos de nuevo por sorpresa, el Maestro fue a detenerse. Giró (Pg. 238) sobre los talones y, esbozando una picara sonrisa, fijó su irresistible mirada sobre quien esto escribe, pronunciando unas palabras que me remataron:


-¿Recuerdas?... «Y en el aire de los corazones quedó aquel pañuelo blanco..., flotando como un definitivo adiós»...


Supongo que palidecí. ¡Increíble! Esas frases, surgidas a raíz de su «ascensión», habían sido escritas en mi diario poco después del histórico y ya mencionado 18 de mayo del año 30..., al retornar al Ravid. Nadie las conocía...


Pero, divertido, no concedió cuartel. Y añadió:


-Pues no... Ahí te equivocaste... Los que conocen al Padre nunca se despiden. Nunca dicen «adiós»... Sólo «hasta luego».


Nuevo guiño de complicidad. La sonrisa se abrió al máximo y, dándonos la espalda, continuó ascendiendo por la trocha con aquellas -casi olvidadas grandes zancadas.


(Pg. 240)


…Se detuvo de nuevo. Señaló a lo alto y, con el rostro grave, anunció:


-¡El último friega los cacharros!...


Soltó una carcajada y, dando media vuelta, se lanzó cuesta arriba, a la carrera.


-¡Te ha tocado! -se burló mi hermano-. ¡Servicio de cocina! ¡Los quiero impecables!


Me resigné.


Jesús, entonces, tomando mi petate y las provisiones que me habían tocado en suerte, cargó con todo, haciendo causa común con el ingeniero:


-¡Impecables!...


(Pg. 241)


Concluida la faena, el Maestro buscó el sol. Podía ser la «décima» (las cuatro de la tarde). Faltaban, pues, algo más de dos horas para el ocaso. Y, atento y servicial, preguntó:


-¿Qué tal un baño antes de la cena?


¿Un baño? ¿A dos mil metros de altitud?


(Pg. 242)


Mi hermano, entusiasmado, accedió al instante.


Y con un gesto de su mano izquierda nos invitó a seguirle. Como decía, no lo


habíamos visto todo...


…En una piscina formada entre dos cascadas:


El Maestro, alborozado, se despojó de túnica y sandalias y, de un salto, se lanzó de cabeza a las aguas, provocando la precipitada huida de decenas de inquilinos del robledal: nectarinas de cabezas y pechos violetas, trigueros de oreja negra y cola blanca y tímidos carpinteros sirios, entre otros.


Eliseo, nervioso, se desnudó como pudo y, sin dudarlo, siguió el ejemplo de Jesús de Nazaret. Y yo, sin poder creer lo que estaba viendo, fui a sentarme al filo de la «piscina », contemplándolos.


¡El Maestro nadando!


Braceaba ágil, con fuerza. Se detenía. Tomaba aire y desaparecía bajo las aguas. Buscaba al ingeniero. Hacía presa en sus piernas y, como si fuera una pluma, lo levantaba sobre la superficie, dejándolo caer. Risas.Eliseo, desconcertado, se recuperaba y, ni corto ni perezoso, perseguía al Maestro. Se apoyaba en los brillantes y musculosos hombros e intentaba hundirlo. (Pg. 243) Imposible. El Hijo del Hombre era una roca. Se revolvía. Chapoteaba. Y, entre carcajadas, terminaba hundiendo de nuevo al pobre Eliseo...


No sé cuánto tiempo permanecí allí arriba, atónito..., y feliz. Sí, esa es la palabra exacta: feliz. Pero, de pronto, les vi cuchichear. Y, en silencio, se desplazaron hacia quien esto escribe. Ambos lucían una sospechosa sonrisa de complicidad. Me puse en pie y, comprendiendo las malévolas intenciones, supliqué calma. Me desvestí a toda velocidad y, antes de que fuera presa de aquellos maravillosos «locos», salté a la «piscina». Cuando acerté a resollar, cuatro poderosas manos cayeron sobre mí, hundiéndome. Y como tres niños, sin dejar de reír persiguiéndonos una y otra vez, así se prolongó aquel primer e inolvidable baño a los pies del Hermón. Nunca, nunca podré olvidarlo...


Una hora después, agotados, nos reuníamos al pie de los cedros.


El Maestro soltó sus cabellos y fue a sentarse frente a estos jadeantes exploradores.


…Y, de pronto, sin previo aviso, el siempre sincero y espontáneo ingeniero formuló una pregunta. Una cuestión que nos rondaba y atormentaba desde mucho antes de llegar a su presencia.


-Señor, ¿qué haces aquí?


De momento, el Galileo no replicó. Continuó con los ojos cerrados, ajeno a todo y a todos. Pensé que no deseaba hablar. Y fulminé a mi compañero con la mirada. Eliseo, desolado, bajó la cabeza.


-No, Jasón -intervino el Maestro, pillándome por sorpresa-, no reprendas a tu hermano porque, como tú, ansia la verdad...


Era imposible. No lograba acostumbrarme. ¿Cómo lo hacía? ¿Cómo podía «ver» o «leer» en los corazones? Si tenía los ojos cerrados, ¿cómo pudo...?


Enderezó el rostro y, atravesándome con aquella mirada, me salió de nuevo al paso:


-Porque ahora, querido Jasón, finalmente, he recuperado lo que es mío... Y volviéndose hacia el aturdido Eliseo, regalándole su mejor sonrisa, añadió:


(Pg. 244) 


-Amigo..., haces bien en preguntar. Para eso estáis aquí. Para contar y dar fe de lo que soy y de lo que desea mi Padre... Vuestro Padre...


Solicité disculpas a mi compañero y, olvidado el leve incidente, Eliseo, vibrante, cayó sobre el rabí, matizando a cuestión inicial.


-¿Has venido al Hermón para buscar algo que habías perdido?


El Maestro, encantado ante la transparencia de aquel hombre, lo miró unos segundos. Sus ojos brillaron y una sonrisa casi imperceptible se derramó por el rostro, alcanzándonos.


Y volvió a desconcertarnos.


-Excelente pregunta... Recuérdamela después de la cena...


Le guiñó un ojo y, de un salto, como un atleta, se puso en pie. Recogió sus


cosas y, decidido, canturreando, regresó al mahaneh.


(Pg. 245)


Jason y Eliseo:, …discutimos. Busqué entre los sacos. Negativo. Ni rastro de las dichosas «cerillas».


El Maestro escuchó y, advirtiendo la naturaleza del conflicto, fue a su tienda. Al poco, depositando en mis pecadoras manos un puñado de «fósforos», sentenció burlón:


-¡Vaya par de ángeles!


…¡Quién lo hubiera dicho! ¡Jesús de Nazaret cocinando...!


Primero extendió una amplia estera de hoja de palma sobre la hierba. Después organizó los cacharros y dispuso ingredientes y viandas. Eliseo, atentísimo, cumplió las instrucciones del chef. Tomó media docena de blancas y hermosas manzanas sirias y comenzó el rallado.


Sonreí para mis adentros. No lo había visto tan concentrado ni en las operaciones de vuelo de la «cuna»...


De pronto, al llegar al corazón de la primera fruta, se detuvo. E, indeciso, preguntó:


-Señor, ¿qué hago con el lebab?


(En arameo, la palabra lebab tenía un doble sentido: corazón y mente.)


Jesús, absorto en el batido de una salsa, replicó sin levantar la vista del cuenco de madera:


-¿Qué le ocurre?... ¿Está inquieta?


Comprendí. El Maestro, distraído, interpretó el término como «mente».


-¿Inquieta? No, Señor... Es que no sé qué hacer con él.


-Olvida las preocupaciones. Disfruta del momento...


-Pero...


-Comprendo... -se resignó Jesús, agitando con fuerza la mezcla-. La echas de


menos... ¿Es guapa?


El ingeniero, perplejo, miró el corazón que sostenía entre los dedos.


-¿Guapa?... No, Señor...


-¿No es guapa? -prosiguió sin dejar de golpear la salsa-. ¡Qué raro!... ¿Y cuál


es el problema? ¿Por qué te inquietas?


-Señor -intentó aclarar el cada vez más confuso «pinche»-, es una tappuah...


(Pg. 246)


Nuevo enredo. Tappuah (manzana) era utilizado también como piropo. Equivalía a «dulce», «sabrosa», «deseable» (referido, naturalmente, a una mujer bella).


-¿En qué quedamos? ¿Es o no tappuah?


-Sí, pero...


No pude contenerme y rompí a reír, alertando al ensimismado «cocinero jefe».


Jesús alzó la vista y Eliseo, mostrándole el corazón de la tappuah, insistió rojo como una amapola:


-Yo no tengo novia, Señor... Hablaba del corazón. ¿Lo rallo o no?


Naturalmente, al descubrir el equívoco, las carcajadas regresaron al mahaneh, contagiando a las primeras estrellas. Y las vi parpadear, desconcertadas.


Así era aquel maravilloso Hombre...


La cena no se demoró.


Ensalada «made in María», la de la «palomas». Una receta aprendida de su madre. Disfrutamos y repetimos: manzanas ralladas, palitos de una legumbre parecida al apio, nueces, pasas de Corinto (sin grano) y una suave y disgestiva salsa integrada por aceite, sal, miel, vinagre y un chorreón de vino. Después, tocino magro a la brasa y queso en abundancia.


No pude por menos de felicitarles. Y mi hermano, satisfecho y mordaz, tendió la mano, obligándome a besarla. Pero el de Nazaret, que no le iba a la zaga en el sentido del humor, hizo otro tanto. Ese beso, sin embargo, fue distinto. Y me estremecí...


(Pg. 247)


El primero en hablar fue Él. Serio, pausadamente, se interesó por nuestro viaje. Nunca supimos con certeza a cuál se refería. Estaba claro que conocía nuestro verdadero «origen», pero siempre -y mucho más en presencia de otros- se mantuvo en una discreta «nebulosa». En el fondo lo agradecimos. Finalmente, como colofón, llenándonos una vez más de optimismo y sorpresa, repitió lo apuntado en las «cascadas»:


-Mis queridos «ángeles»... No os rindáis... ¡Ánimo!... Ni vosotros mismos sois conscientes de la trascendencia de vuestro trabajo... Alzó la vista hacia los luceros y, suspirando, añadió:


-Mi Padre sabe... Llegará el día, gracias a vosotros y a otro «mensajero», en que mis palabras y mi obra refrescarán la memoria del mundo. Gracias por adelantado...


-¿Otro «mensajero»?


Eliseo y yo nos pisamos la pregunta.


El Maestro, sonriente, asintió con la cabeza. Pero nos dejó en el aire.Hoy, casi con seguridad, sé a qué se refería. Mejor dicho, a quién. Él, a su manera,


también estaba allí..., en la suave noche del Hermón.


-Señor -terció el ingeniero, que jamás olvidaba-; contéstanos ahora. Lo prometiste. ¿Qué es lo que has perdido en estas montañas? ¿Por qué dices que has venido a recuperar lo que es tuyo?


El Hijo del Hombre, consciente de lo que se disponía a revelar, meditó las palabras. Echó mano de una de las ramas y jugueteó con el pacífico fuego. Después, grave, en un tono que no admitía duda alguna, se expresó así:


-Hijo mío, lo que voy a comunicarte no es de fácil comprensión para la limitada y torpe naturaleza humana. Sois los más pequeños de mi reino y entiendo que tu mente se resista. Pero, en breve, cuando llegue mi hora, lo comprenderás...


Y desviando la mirada hacia este atento explorador insistió:


-Entonces, sólo entonces, estaréis en condición de entenderlo. Ahora, por el momento, escuchad y confiad...


Eliseo, impulsivo, le interrumpió:


-¡Confiamos, Señor!... ¡Tú lo sabes!


(Pg. 248)


Jesús lo agradeció. Le sonrió y prosiguió:


-De acuerdo a la voluntad de mi Padre, ha llegado el momento de restablecer en mí mismo la auténtica identidad del Hijo del Hombre. Mi verdadera memoria, voluntariamente eclipsada durante esta encarnación, ha vuelto a mí... Y con ella, mi «otro espíritu»...


Quedamos perplejos y confusos. Y, de pronto, una luz me iluminó. Creí entender lo que decía. En el fondo estaba confirmando lo que ya explicó en el otro «ahora» y que fue detallado en páginas precedentes.


Sonrió de nuevo y, mirándome fijamente, asintió despacio, convirtiéndose en cómplice de los súbitos recuerdos.


-Así es, querido amigo, así es...


Y durante un largo rato descendió a los detalles, informando del porqué de su presencia en este mundo.


Al parecer -según dijo-, ésa era la voluntad de su querido Ab-bá, su Padre Celestial. Él, como Hijo de Dios, debía vivir, conocer y experimentar de cerca la existencia terrenal de sus propias criaturas. Eso era lo establecido. Ese requisito resultaba vital e imprescindible para alcanzar la absoluta y definitiva soberanía como Creador de su universo... Ése, en suma, era el precio para lograr la definitiva entronización como rey de su propia creación.


Y advirtiendo nuestra perplejidad recalcó:


-No os atormentéis... Estáis en el principio de una larga travesía hacia el Padre. Ahora debe bastaros con mi palabra.


-Entonces, si no he comprendido mal -terció el ingeniero-, tú eres un Dios... «camuflado»,


El Maestro, descabalgado, rió con ganas. No había duda. Las ingenuas y, aparentemente, infantiles cuestiones de Eliseo le fascinaban.


-¿Un Dios escondido?... Sí, de momento...


Le guiñó un ojo y añadió:


-Y os diré más. Aunque tampoco es fácil de asimilar, de acuerdo con los designios de Ab-ba, otro de los objetivos de esta experiencia humana consiste en «vivir» la fe y la confianza que yo mismo, como Creador, solicito de mis hijos respecto a ese magnífico Padre.


Y subrayó con énfasis:


-Vivir la fe y la confianza...


-Pero, no comprendo..., ¿es que tú no tienes fe?


La risa lo dobló de nuevo y, cuando acertó a recuperarse, aclaró:


-Mi querido ángel..., yo soy la fe. Pero, aun así, conviene que sea probado.


-Una experiencia... -musitó casi para sí el cada vez más desconcertado Eliseo-Tu encarnación en este planeta obedece a eso, a la necesidad de experimentar…


-Es el plan divino. Sólo así puedo llegar a ser íntima y realmente misericordioso.


(Pg. 249)


Mi hermano buscó mi parecer.


-Y tú, «pinche» de ángel, ¿qué dices? Esto es nuevo para mí. Esto nada tiene que ver con lo que han dicho...


Jesús, sonriendo pícaramente, aguardó mi respuesta.


-A juzgar por lo visto y oído -resumí-, muy poco de lo dicho y escrito tiene que ver con la verdad...


Y me atreví a profundizar en lo que ya sabía.


-...Si no he comprendido mal, tú, Señor, no estás aquí para redimir a nadie...


Sencillamente, negó con la cabeza. Y afirmó:


-En su momento lo escuchaste del propio Hijo glorificado: el Padre no es un juez. El Padre no lleva esa clase de cuentas. ¿Por qué exigir responsabilidades a unas criaturas que no tienen culpa? Cada uno responde de sus propios errores...


Eliseo se mostró de acuerdo.


-Eso sí tiene sentido.


Y Jesús, señalándonos entonces con el dedo, remachó:


-Estad, pues, atentos y cumplid vuestra misión: debéis ser fieles mensajeros de cuanto digo. Que el mundo, vuestro mundo, no se confunda.


Mensaje recibido.


-Conocer de cerca a tus criaturas. Vivir y experimentar en la carne. Pero, Maestro, ¿qué puedes aprender de nosotros?


Mi compañero, perplejo, siguió preguntando y preguntándose.


-... ¿Qué hay de bueno en unos seres tan mezquinos, brutales, necios, primitivos...?


El Galileo le interrumpió.


-¡Dios!


-¿Dios?


-Así es -explicó Jesús acariciando cada palabra-. Ésa es otra de las razones, la gran razón, por la que he descendido hasta vosotros. Revelar a Ab-ba. Recordar a éstas, y a todas las criaturas de mi reino, que el Padre reside, per-so-nal-men-te, en cada espíritu.


Eliseo, en esos momentos, no se percató de la importancia de la revolucionaria afirmación del Galileo. Y se desvió:


-¿Otras criaturas?


Jesús, comprendiendo, se resignó. Sonrió con benevolencia y asintió de nuevo con la cabeza en un significativo silencio.


-Pero, ¿cómo otras criaturas? ¿Dónde?


-Querido e impulsivo niño... Acabo de decírtelo: estás en los comienzos de una venturosa carrera hacia el Padre. Algún día lo verás con tus propios ojos. La creación es vida. No reduzcas al Padre a las cortas fronteras de tu percepción; y te diré más: la generosidad de Ab-ba es tan inconmensurable que nunca, ¡nunca!, alcanzarás a conocer sus límites.


(Pg. 250)


-¿Estás diciendo -manifestó el ingeniero con incredulidad- que ahí fuera hay vida inteligente?


-Mírame... ¿Me consideras inteligente?


Eliseo, aturdido, balbuceó un «sí».


-Pues yo, hijo mío, procedo de «ahí fuera», como tú dices...


Eliseo, descolocado, cayó en un profundo mutismo. Él, como yo, amaba a Jesús de Nazaret. Habíamos visto lo suficiente como para no poner en duda sus palabras. El tiempo, por supuesto, seguiría ratificando este convencimiento.


Aproveché el silencio de mi compañero y me centré en otra de las insinuaciones del Maestro.


-Tu reino... ¿Dónde está? ¿En qué consiste?


Jesús extendió los brazos. Abrió las palmas de las manos y me miró feliz.


-Aquí mismo...


Después, levantando el rostro hacia la apretada e insultante «Vía Láctea», añadió:


-Ahí mismo...


-¿El universo es tu reino?


-No, querido Jasón -matizó con aquella infinita paciencia-, los universos tienen sus propios creadores. El mío es uno de ellos...


-Eso tiene gracia -reaccionó el ingeniero-. Tú, Señor, no eres el único Dios...


-Te lo repito una vez más: la pequeña llama de tu entendimiento acaba de ser encendida. No pretendas iluminar con ella la totalidad de lo creado. Date tiempo, querido ángel...


Pero Eliseo, de ideas fijas, comentó casi para sí:


-¡Muchos Dioses!... Y tú, ¿eres grande o pequeñito?


El Maestro y yo cruzamos una mirada. Y, sin poder remediarlo, terminamos riendo.


-En los reinos de mi Padre, querido «pinche», no hay grandes ni pequeñitos... El amor no distingue. No mide.


-Señor, hay algo que no sé...


-¡Por fin! -me interrumpió socarrón-. ¡Por fin alguien reconoce que no sabe!


-... Esas criaturas, las que dices que también forman tu reino, ¿son como nosotros? ¿Necesitan igualmente que les recuerdes quién es el Padre?


-Toda la creación vive para alcanzar y conocer a Ab-bá. Ésa es la única, la sublime, la gran meta... Algunos, como vosotros, están aún en el principio del principio. Ellos, no lo dudéis, están pendientes de este pequeño y perdido mundo. Lo que aquí está a punto de suceder los llenará de orgullo y de esperanza...


Extrañas y misteriosas palabras.


-¿Y por qué nosotros? -atacó de nuevo el incansable ingeniero-. ¿Por qué has elegido este remoto planeta?


(Pg. 251)


-Eso obedece a los designios del Padre..., y a los míos, como Creador. En su momento te hablaré de las desdichas de este agitado y confundido mundo. Nada, en la creación, es fruto del azar o de la improvisación!.


Lamentablemente, mi hermano volvió a interrumpirlo, cortando lo que, sin duda, podía hacer sido una revelación. Pero quien esto escribe no lo olvidó.


-Entonces, Señor, tú vas por tu reino, por tu universo, revelando al Padre... ¿Ése es tu trabajo?


La capacidad de asombro de aquel Hombre no parecía tener límite. Abrió los luminosos ojos y, conmovido, replicó:


-Sí y no... Entrar a formar parte de la vida de mis criaturas, como te dije, es una exigencia para todo Hijo Creador. Antes de esta encarnación, por ejemplo, yo he sido ángel... Y también me he sometido voluntariamente a la naturaleza de otros seres a mi servicio. Otros seres que tú, ahora, ni siquiera imaginas...


-¿Tú has sido un ángel?... Pero, ¿cómo?


-Hijo mío, ¿puedes explicar a los hombres de este tiempo de dónde vienes y cómo lo haces?


Eliseo negó con la cabeza.


-Pues bien, deja que el conocimiento y la revelación lleguen a su debido tiempo. Disfruta de la maravillosa aventura de la ascensión hacia el Padre. Nada quedará oculto..., pero ten fe. Aguarda confiado.


Y Jesús puso el dedo en la llaga.


-Dime: ¿crees en lo que digo?


Esta vez me uní a la rotunda afirmación de Eliseo.


-Absolutamente, Señor...


-Entonces, dejadme hacer. Mi Padre «sabe». No lo olvidéis…


-Ahora lo entiendo -susurró el «pinche»-, ahora lo entiendo...


Señaló las desdibujadas nieves del Hermón y proclamó triunfante:


-Ha llegado tu hora... El Creador ha recuperado lo que es suyo. Ahora sabe quién es. Aquí y ahora se ha hecho el milagro. Jesús de Nazaret, el hombre, es consciente, al fin, de su verdadera naturaleza divina…


-Hijo mío, eres afortunado... Es mi Padre quien habla por ti.


Las llamas oscilaron, tan electrizadas como nuestros corazones. Mi hermano


-no sé cómo- lo resumió a la perfección. Y nosotros, por la generosidad de los cielos, fuimos testigos. Testigos de excepción del «gran cambio»...


(Pg. 252)


… Y otro dato más, escuchado de sus propios labios: justo en esos días, durante la estancia en el Hermón, una vez asumida la genuina naturaleza divina, el Maestro pudo haber abandonado el mundo de su encarnación. Al plantear la insólita y desconocida posibilidad, Eliseo, pasmado, preguntó:


-¿Qué dices? ¿Hablas en serio?


Naturalmente. A pesar de sus continuas bromas, el Maestro siempre hablaba en serio.


-Mi trabajo -manifestó- ha sido culminado. He cumplido la voluntad del Padre. Ahora conozco al hombre. De haber regresado a mi lugar habría recibido la soberanía que me pertenece. Pero...


Hizo una pausa. Nos miró con ternura y añadió:


-Pero me he sometido al Padre...


Eliseo, impaciente, le cortó.


-¿Y qué ha dicho el «Jefe»?


El Galileo, desarmado, interrumpió lo que iba a decir. Y, entre risas, preguntó a su vez:


-¿El Jefe?


-Sí -apremió el ingeniero señalando al no menos atónito firmamento-, el «Barbas»...»


-¿El «Barbas»?


-El Padre... Tú me entiendes, Señor... Yo, al Padre, me lo imagino así..., con (Pg. 253) barbas. »


-¿Y por qué con barbas?


-Si es lo que dices, Señor, tiene que ser muy viejo...


Jesús, maravillosamente desconcertado, sonrió levemente. Fue una sonrisa fugaz, pero plena de amor y satisfacción.


-Te diré algo. Poco importa si estás o no acertado. A mi Padre le encantan esos retratos...


-Y bien... ¿Qué ha dicho?


-Que mañana será otro día..., querido «pinche».


-Pero…


Ahí finalizó la charla. Jesús, guiñándole un ojo, se puso en pie.


-El «Barbas» dice que es hora de descansar. Para hablar de Él necesitamos tiempo. Mucho tiempo...


¿Desilusión?


Sí, en parte...


A la mañana siguiente, al despertar, el Maestro no se hallaba en el mahaneh. Frente a la tienda había situado una de las escudillas de madera. En el interior, garrapateado con un tizón, se leía:


«Estoy con el "Barbas". Regresaré al atardecer.»


(Pg. 256)


Hacia la «décima» (las cuatro), puntual, Jesús de Nazaret irrumpió en el campamento. Lo escuchamos en mitad de la espesura, cuando cruzaba las últimas hileras de cedros. Venía cantando. Y lo hacía a voz en grito.


«Te dos gracias, Padre mío, de todo corazón... Cantaré tus maravillas...» Al principio no estuve seguro. Parecía un salmo. Al reunirse con estos boquiabiertos exploradores soltó el caldero que portaba y, sonriendo, alzó brazos y rostro hacia el azul del cielo, rematando el canto con voz grave y templada:


«Escucha mi ley, pueblo mío, tiende tu oído a las palabras de mi boca...Voy a abrirla en parábolas...»


Esta vez lo identifiqué. Salmo 78.


Eliseo, curioso, se asomó al recipiente de hierro.


-¡Nieve!


El Maestro, en efecto, aprovechó la visita a la cumbre para hacer acopio del inmaculado y siempre gratificante cargamento. Esa noche, sobre todo, resultaría especialmente útil.


-Regalo del Jefe -intervino el Galileo, refiriéndose a la nieve-. Hoy, queridos ángeles, es un día señalado...


Mi hermano y yo nos miramos. Y creímos captar el sentido de las enigmáticas palabras. Entonces, desolado, hice una señal al ingeniero. Y éste, comprendiendo, respondió con una rápida sonrisa y un guiño.


Debí suponerlo. Eliseo maquinaba algo. Naturalmente, no había olvidado el aniversario del rabí.


-¿Qué tramáis?


Mi compañero, pillado in fraganti, se escurrió como pudo.


-Nada, Señor..., cosas de ángeles...


El Maestro, divertido, indicó la dirección de las «cascadas», animándonos a


seguirlo. Era el momento del baño.


(Pg. 257)


Una hora después, el imprevisible Jesús volvió a sorprendernos. En esta ocasión, sin embargo, el suceso nos llenó de sonrojo...


Fue un fallo, sí. Pero aprendimos la lección.


Al vestirnos, cuando nos disponíamos a retornar al mahaneh, el Galileo, siempre discreto y delicado, rogó que me adelantara. Entendí. Por alguna razón deseaba hablar a solas con mi compañero.


Minutos después, mientras avivaba el fuego, los vi aparecer en la explanada. Caminaban despacio. Al llegar a la altura del dolmen se detuvieron. El Maestro era el único que hablaba. Eliseo, con la cabeza baja, se limitaba a escuchar, asintiendo una y otra vez. Intuí algo. La actitud de mi hermano no era normal. ¿Qué sucedía?


Por último, Jesús lo abrazó.


Avanzaron y, al reunirse con este intrigado explorador, cada uno tiró hacia sus respectivas tiendas. Eliseo ni me miró. Estaba pálido. Poco faltó para que saliera tras él, pero me contuve. El asunto, evidentemente, no era de mi incumbencia. ¿O sí?


-¿Qué demonios pasaba?


Al poco, Eliseo regresó. Traía una escudilla en las manos. La reconocí al instante. Era el cuenco de madera en el que el rabí había escrito el breve mensaje:


«Estoy con el "Barbas". Regresaré al atardecer.»


Y seguí hecho un lío...


La verdad es que, tras la lectura del «aviso», no presté mayor atención a la dichosa escudilla. Sencillamente, la perdí de vista. Y un súbito pensamiento me desconcertó todavía más: ¿Por qué Eliseo la guardó en nuestra tienda? El ingeniero continuó mudo, esquivando mi mirada. Lo noté hundido. Desmoralizado. Y me asusté. Algo grave, sin duda, acababa de ocurrir...


Jesús se situó frente al hogar. Presentaba un rostro sereno y relajado, como si nada hubiera sucedido. Aquella actitud, francamente, terminó confundiéndome del todo. No entendía nada de nada...


Y al punto, entregándole el pequeño cuenco de sopa, Eliseo, con la voz quebrada, se excusó:


-Te pido perdón, Señor... No volverá a repetirse...


El Maestro tomó la escudilla y, aludiendo a lo escrito en el interior, quitó hierro al asunto, tratando de animar al decaído ingeniero:


-Compréndelo, mi queridísimo hijo... Vosotros tenéis unas normas. Mi Padre y


yo, otras...


Entonces, aproximándose al muchacho, fue a posar las manos sobre sus hombros y, agitándolo cariñosamente, gritó:


-¡Despierta!... ¡Tampoco es para tanto!


Eliseo, remontando con dificultad, movió la cabeza afirmativamente y replicó (Pg. 258) con un amago de sonrisa.


-Eso está mejor... Y ahora, escucha. Escuchad los dos...


Tomó los ánades. Se sentó frente a la fogata y, entregando uno de los patos a mi compañero, le sugirió que lo desplumase. Él, con el suyo, hizo otro tanto. Y, mientras limpiaba el cebado «silbón», fue a desvelarnos algo de especial interés, que aclaró la mente de este confuso y confundido explorador. Algo que tampoco figura en los evangelios y que, no obstante, como digo, despejaba varias e importantes incógnitas relacionadas con la encarnación del Hijo del Hombre. Unas incógnitas que, de haber sido resueltas por los escritores sagrados (?), habrían evitado mucha confusión e infinitos ríos de tinta...


Según sus palabras, de acuerdo a los planes divinos, el hecho físico de su experiencia humana se hallaba «limitado» por una serie de «condiciones», absolutamente inviolables. Esas «prohibiciones» -autoimpuestas por el propio Jesús de Nazaret durante su estancia en el Hermón- resultaban casi de sentido común...


En primer lugar, el Hombre-Dios no debería dejar escrito alguno. Escritos -entendimos- de su puño y letra. De ningún tipo. Llevaba razón. Si el Maestro hubiera puesto por escrito su doctrina y filosofía, los seguidores, muy probablemente, habrían convertido semejante tesoro en un «artículo» de veneración y, lo que podía ser más lamentable, en un motivo de permanentes disputas e interpretaciones de todo tipo.


En segundo lugar -movido por ese mismo sentido común-, el Hijo del Hombre tomaría otra no menos importante decisión: su imagen, su figura, no podría ser dibujada por manos humanas. Es curioso. Cuando algunos, a lo largo de su vida pública, intentaron «retratarlo», Él siempre se opuso, provocando el desconcierto de propios y extraños. En mi opinión, era igualmente lógico. Esas pinturas, en el fondo, sólo habrían causado problemas. En especial, de índole idolátrico.


«... No podría ser dibujada por manos humanas.»


Al pronunciar esta frase, Jesús de Nazaret interrumpió la limpieza del ánade. Me traspasó con aquellos ojos rasgados, incisivos y limpios como la atmósfera del Hermón y, haciéndome un guiño de complicidad, prosiguió. El corazón aceleró. Entendí perfectamente.


(Pg. 259)


Su imagen sí quedaría en este mundo, pero «confeccionada» por otras manos... Como decía con regularidad, «quien tenga oídos...».


La tercera autolimitación -de mayor calado si cabe- nos dejó perplejos.Alguna vez lo pensé, pero, francamente, no imaginé a qué obedecía su firme y decidido celibato. Pues bien -de acuerdo con sus palabras-, la decisión de no contraer matrimonio y no dejar descendencia formaba parte también de la rígida «normativa» (?) divina. Eso -dijo- era lo aconsejado por su Padre. Y como Creador no podía infringir la ley. Una ley, obviamente, que escapaba a nuestra comprensión. Pero lo aceptamos. No había, pues, «razones» oscuras, ni tampoco religiosas, en dicha actitud. Sencillamente, eso era lo dispuesto, antes, incluso, de su encarnación. Ése era el «orden» establecido por lo Alto. Y no le faltaba razón. Si un escrito de su puño y letra, o bien un dibujo de aquel hermoso rostro, hubieran originado auténticas conmociones en el futuro, ¿qué se supone que habría ocurrido con unos hijos, nietos, etc., del Hijo de Dios?


Por supuesto, no dejé pasar la excelente ocasión y pregunté:


-Señor, ¿significa esto que prefieres el celibato al matrimonio?


Jesús, leyendo en mi corazón, se apresuró a corregirme.


-Sabes que no he dicho eso. Y sé igualmente por qué lo planteas. Pues toma buena nota: el matrimonio es tan digno como la decisión de permanecer célibe. En el reino de mi Padre no hay matrimonios, tal y como vosotros lo entendéis. Pero eso no importa ahora. Aquí, en la fraternidad humana, tanto uno como otro tiene su papel y su justificación. Pero, ¡ojo, mi querido «mensajero»!, transmite bien mis palabras... Ningún célibe deberá considerarse superior, ni más capacitado, a la hora de pregonar o practicar mi mensaje...


Y añadió rotundo y sin contemplaciones.


-... Buscar al «Barbas», y hacer su voluntad, no depende de la categoría social, de las riquezas y, mucho menos, del estado civil. Y te diré más: ni siquiera está sujeto a la inteligencia... El gran secreto de la existencia humana, descubrir al «Jefe», sólo puede ser desvelado con la voluntad. Si lo deseas, sólo si lo deseas, hallarás al Padre y habrás triunfado en la vida...


El Maestro, entonces, atravesando el ánade con un largo palo, lo sometió al fuego, flameándolo y purificándolo. Y así permaneció unos instantes, con la vista fija en las llamas. Después, como si despertara, proclamó solemne:


-Queridos hijos... ¿Veis las lenguas de fuego?... Pues ése, en cierto modo, es el trabajo que le aguarda al Hijo del Hombre...


Eliseo, recompuesto, le interrumpió, alegrando el corazón del Maestro y no digamos el de este explorador. Ambos, creo, echábamos de menos sus bromas...


-¡Bombero!... ¿Piensas ejercer como la militia vigilum?


(Pg. 260)


Jesús, atónito, rompió a reír. Y casi chamuscó el pato. Mi hermano, echando mano de la expresión latina, se refería al cuerpo de bomberos de Roma, fundado por Augusto en el año 22 antes de Cristo, dependiente desde el 6 d.J.C. de un praefectus vigilum, y que alcanzaría gran fama en todo el imperio.


Al unirme a las carcajadas del Galileo, mi compañero nos observó perplejo. Finalmente, feliz, intuyendo que las risas eran mucho más que una consecuencia de sus palabras, espontáneo como siempre, soltó el «silbón» y fue a arrodillarse frente al divertido Maestro. Le sonrió y, sin previo aviso, se abrazó a Él. Y así permaneció varios minutos.


Jesús de Nazaret, conmovido, hizo un esfuerzo. Muy leve, la verdad. Y un par de lágrimas terminaron traicionándolo. Y rodaron solitarias por las mejillas.


-¡El pato, Señor!


Mi grito puso en guardia al Maestro. El sufrido ánade, en efecto, ardía por los cuatro costados...


-¿Será posible?...


El Galileo, desconcertado, intentó apagar las llamas. Y lo logró, claro. Pero el pobre pato, negro y humeante, estaba en las últimas...


-¿Será posible? -repitió Jesús contemplando la carbonizada cena-. ¡Vaya Dios


más torpe!


Eliseo, desconsolado, pidió disculpas.


-¡Perdón, Señor!... ¡Perdón!


Y el Maestro, atrapado en otro ataque de risa, le exigió:


-¡No, por favor!... ¡No más perdón!... ¡Sólo nos queda un pato!


Así era aquel maravilloso Hombre...


Cuando !os ánimos se calmaron, el rabí, absolutamente perdido, preguntó:


-¿Por dónde iba?


Quise responder, pero la risa, incontenible, me zancadilleó. Eliseo, entonces, muy serio, trató de socorrer a Jesús, aclarando:


-Por los bomberos...


Imposible. Las carcajadas, de nuevo, se hicieron dueñas y señoras del mahaneh, llegando claras hasta un Hermón igualmente enrojecido.


-Queridos hijos -respiró al fin el Maestro-, ¿sabéis qué es lo más hermoso y reconfortante de la risa?


Eliseo contempló el malogrado ánade, pero, prudentemente, guardó silencio.


-...Lo más atractivo del sentido del humor -prosiguió el Maestro- es que sólo


es practicado por gente segura y confiada.


Y dirigiéndose al ingeniero remachó:


-No cambies nunca, mi querido ángel..., «destroza-patos»..


Era inútil. El Hijo del Hombre, cuando se lo proponía, era peor que Eliseo... No fué fácil sujetar el nuevo ataque de risa. Y desde esa tarde, mi hermano recibiría el sobrenombre de «destrozapatos». Naturalmente, supo encajar la broma del Galileo y aceptó el apodo con deportividad.


(Pg. 261)


-... ¿Sabéis que el humor -reveló Jesús- es un invento del Padre?


-Entonces -proclamó Eliseo con los ojos muy abiertos-, el Jefe se ríe... 


-Sobre todo cuando el hombre piensa...


-Señor -intervine reconduciendo la conversación-, ¿por qué decías que tu trabajo es similar al de las lenguas de fuego? El Maestro agradeció el cable. Se puso nuevamente serio y matizó:


-El Hijo del Hombre ha venido también para sanear la memoria humana. Ahora, no por vuestra culpa, se halla enferma. Dominada por la oscuridad. Sujeta al error y a la desesperación. Yo soy el fuego que purifica. Yo os traigo la esperanza. Yo os anuncio que, a pesar de las apariencias, todo está por estrenar. Dios, el Padre, está por «estrenar»...


Hizo una pausa y, señalando el perfil grana de los bosques, nos dejó nuevamente en suspenso:


-Y hablando de estrenar..., ¿qué hay de la cena? Hoy, queridos ángeles, como os dije, es un día especial... - Ataquemos... ¡El pato es nuestro! Después seguiremos con el «Barbas»…






Después de la cena…


…Al final, un brindis. El Maestro alzó la humilde copa de madera. Repasó las estrellas y, descendiendo feliz a nuestros corazones, pronunció una de sus palabras favoritas:


-Lehaim!


-Lehaim! -replicamos al unísono.


-¡Por la vida!, repitió con voz imperativa.


Supongo que era el momento esperado por Eliseo. Se levantó y, en silencio, se perdió en el interior de la tienda. Jesús, impasible, continuó con la vista anclada en el tumultuoso firmamento. Venus, Marte y Regulus, casi en línea, destellaron con más fuerza. Parecían cómplices. El Halley, ahora más al norte y al oeste, también fue testigo de la siguiente, emotiva... y absurda escena.


Eliseo reapareció. Se plantó frente al rabí y le miró sonriente. Tenía las manos a la espalda. Después, buscándome con la mirada, intensificó la sonrisa. Creí entender. Pero, ¿qué ocultaba?


Jesús le observó curioso. Desvió la vista hacia quien esto escribe y me interrogó sin palabras. Me encogí de hombros.


La verdad es que me hallaba al margen.


Finalmente, ceremonioso, el ingeniero fue a mostrarle lo que había ido a (Pg. 262) buscar. Y, al entregárselo, exclamó despacio y solemne:


-¡Felicidades!... Un regalo de otro mundo para el «gordo» de todos los mundos...


El Maestro, perplejo, no supo qué decir.


Mi hermano, sin querer, equivocó una de las palabras. En lugar de utilizar el arameo mare (Señor) pronunció merí, que en hebreo significa «cebado» o «gordo». Y arruinó la bien estudiada frase.


-Mare, le corregí aturdido.


Pero el voluntarioso ingeniero que, al parecer, ensayó el momento una y otra vez, no se percató del lapsus y siguió en sus trece.


-Sí, eso, merí... Un regalo de otro mundo para el «gordo» de todos los mundos... El Maestro, comprendiendo el baile de letras, sonrió benevolente, tomando el vástago de olivo. Pero, incapaz de resistir la tentación, volvió a echar mano de aquel incombustible sentido del humor, replicando:


-¡Gracias!... ¡Gracias, mi querida «reina»!


No pude contenerme y solté una carcajada.


Siguiendo el involuntario juego de Eliseo, el rabí alteró el término mal´ak (ángel), cambiándolo por mal...kah (reina).


Mi hermano, sin embargo, feliz con el obsequio, no percibió el doble lenguaje. 


Jesús terminó alzándose y, tras observar el retoño tan celosamente conservado, colocó su mano derecha sobre el hombro de mi amigo, exclamando:


-Un regalo de otro mundo para el Señor de todos los mundos... No podías definirlo mejor...


-...Lo plantaremos como símbolo de la paz... La paz interior: la más ardua...


Acto seguido se retiró a la tienda, guardando el vástago que nos entregara el general Curtiss. Al quedarnos solos le felicité. Fue una idea excelente. En el fondo, el mejor de los destinos para el humilde olivo... Algún tiempo después, aprovechando una «especialísima circunstancia», el rabí cumpliría su palabra, plantando el vástago en otro no menos «entrañable lugar». Y allí creció. Y allí se encuentra, aunque muy pocos conocen su mágica y verdadera historia... Pero de eso hablaré en su momento.


Aquella noche, verdaderamente, sería histórica e inolvidable. También el Hijo del Hombre se reservaba una sorpresa. Algo insinuó a su llegada al campamento, pero, sinceramente, tras el incidente de la escudilla, la ruina del ánade y la entrega del obsequio, lo olvidamos por completo.


El Maestro se aproximó a las llamas. Nunca olvidaré su expresión.Nos miró en silencio. Se hallaba serio, pero los ojos, de nuevo, hablaron. Fue un «discurso» breve y elocuente. Pocas veces, hasta ese instante, había percibido en su mirada tanto amor y comprensión. Fue como una marea. Intensa. Arrolladora.


Y nos invadió, erizándonos el cabello.


No movimos un músculo. Algo estaba a punto de suceder. Lo sabía. Podía palparlo... 


(Pg. 263)


Jesús parpadeó. Relajó los corazones con una amplia y sostenida sonrisa y, dulcemente, fue levantándonos hasta las estrellas.


-Hoy, en mi treinta y un cumpleaños en esta forma humana, voy a pedir al Padre que os convierta en mis primeros discípulos... Y quiero hacerlo solemnemente... Como corresponde a unos auténticos embajadores y mensajeros... Levantó los brazos y fue a depositar sus manos sobre nuestras cabezas. 


Fue instantáneo. No sé cómo describirlo...


Una especie de fuego frío, una llamarada helada, me recorrió en décimas de


segundo. Aquella mano era y no era humana...


Guardó silencio. Después, con gran voz, prosiguió:


-¡Padre!... Ellos son los primeros!... ¡Protégelos!... ¡Guíalos!... ¡Dales tu bendición!...


Entonces, intensificando la presión de las manos, añadió solemne y vibrante:


-¡Ellos, al buscarme, ya te han encontrado! ¡Bendito seas, Ab-bá, mi querido «papá»...!


Nuevo silencio.


Y el Maestro, retirando las manos, nos atravesó de parte a parte. Aquellos ojos eran y no eran humanos...


-Mis queridos ángeles... ¡Bienvenidos!... Bienvenidos a la vida!... ¡Bienvenidos al reino!... Y recordarlo siempre: este «viaje» hacia el Padre no tiene retorno...


Acto seguido, uno por uno, nos abrazó. Fue un abrazo sólido. Incuestionable. Prolongado. Un abrazo que ratificó la inesperada y cálida «consagración».


¡Sus primeros embajadores!


¿Y por qué no?


Éramos observadores, sí, pero observadores «atrapados» por un Dios. ¿Qué podíamos hacer?


Yo, personalmente, me sentí feliz y agradecido. Mi trabajo fue el mismo. Continué analizando y valorando.


Me mantuve siempre en la sombra, a cierta distancia, pero, en lo más íntimo, compartiendo y aprendiendo.


¿Las normas de la operación?


Fueron respetadas, sí. Palabras y sucesos figuran en este diario con escrupulosa


objetividad. En cuanto a los sentimientos -igualmente prohibidos por Caballo de Troya-, siguieron su inevitable curso: sencillamente le amamos. Y jamás me sentí culpable.


Como apuntó el ingeniero, ¡a la mierda Curtiss y su gente!


Jesús de Nazaret llenó de nuevo las copas y, entusiasmado, gritó:


-¡Por el «Barbas»!


Arrojó una carga de leña al fuego y, frotándose las manos, se sentó frente a las sorprendidas llamas. Las vio danzar. Chisporrotear. Después entró en (Pg. 264) materia. En su materia favorita: el Padre.


Y aquellos perplejos exploradores siguieron aprendiendo.


-¿Dónde estábamos?


Eliseo, adelantándose, le refrescó la memoria.


-Decías que tu trabajo ha sido culminado. Decías que ahora conoces al hombre, que podrías regresar, si lo desearas, y asumir la soberanía de tu universo... Jesús fue asintiendo con la cabeza.


-... Decías también que, sin embargo, habías optado por someterte a la voluntad


del Jefe... Y yo te pregunté: ¿y qué ha dicho?


-En palabras simples: que siga con vosotros, que cumpla el segundo gran objetivo de esta experiencia humana... ¡Que os hable de El!... ¡Que encienda la luz de la verdad!


Este explorador, más pragmático y prosaico que el ingeniero, intervino de inmediato.


-Señor, si vas a hablarnos del Padre, bueno será que lo definas, que nos digas qué o quién es...


E intentando justificarme añadí:


-... No olvides que, en el fondo, somos hombres escépticos...


Jesús sonrió malévolo. Y preguntó:


-¿Escépticos?


Me atrapó. Después de lo visto en la anterior experiencia, después de haber sido testigos de su resurrección, la definición, por supuesto, no era correcta. Y rectifiqué.


-Ignorantes...


-Eso sí, querido Jasón... Pero no te alarmes. Ignorancia y escepticismo tienen arreglo. Recuerda: para dar sentido a tu vida, para saber quién eres, qué haces aquí y qué te aguarda tras la muerte, sólo precisas de la voluntad. Si quieres, puedes «saber»... Y ahora vayamos con tu pregunta.


Meditó unos instantes. Supuse que no era fácil. Me equivoqué. La definición del Padre era casi imposible. Imposible para las bajísimas posibilidades de percepción humana.


-Recordad siempre -arrancó con un preámbulo decisivo- que, en el futuro, cuando llegue mi hora, hablaré como un educador. Ése será mi papel. En consecuencia, tomad mis palabras como una aproximación a la realidad...


Buscó nuestra comprensión y prosiguió.


-... ¿Por qué digo esto? Sencillamente, porque lo finito, vosotros, no puede entender, abarcar o hacer suyo lo infinito. Y eso es Ab-bá: una luz, una presencia espiritual, una realidad infinita que, de momento, no está al alcance de las criaturas materiales.


Sonrió y, optimista, redondeó:


... Pero lo estará.


-¡Una luz! -comentó mi compañero intrigado-. ¡Una energía que, obviamente, piensa!


(Pg. 265)


-Obviamente...


-¡Lástima! -lamentó el ingeniero-... Lo de «Barbas» me gustaba... El Maestro negó con la cabeza. Y corrigió a Eliseo.


-No, mi querido ángel. Eso está bien. ¿Por qué crees que utilizo la palabra «Padre»?


No esperó respuesta.


-Porque lo es. El Jefe, como tú lo llamas, y muy acertadamente, por cierto, no tiene un cuerpo físico y material... Pero es una persona. Es un Ab-bá, en el sentido literal de la expresión. Él es el principio, el generador, la fuente, el que sostiene la Creación... Podéis imaginarlo como queráis. Podéis definirlo como gustéis. Y yo os digo que siempre os quedaréis cortos...


-¿Una persona? -intervine-. No entiendo... Una persona sin cuerpo... El Maestro parecía estar esperando aquella duda.


-Es lógico que te lo preguntes. Mis pequeñas y humildes criaturas del tiempo y del espacio, las más limitadas, tienen dificultad para imaginar una personalidad que carezca de soporte físico visible. Pero yo te digo que la personalidad, incluso en vuestro caso, es independiente de la materia donde habita. Más adelante, cuando sigáis ascendiendo hacia el Padre, tu personalidad, Jasón, continuará viva. Más viva que nunca, a pesar de haber perdido el cuerpo que ahora tienes. Serán tu mente y espíritu quienes forjarán y sujetarán esa personalidad. Así, de hecho, ocurre ahora mismo.


Sonrió levemente y nos hizo otra revelación.


-Es pronto para que lo entendáis con plenitud, pero en verdad os digo que la personalidad humana no es otra cosa que la sombra del Padre, proyectada en los universos. El problema, insisto, está en vuestra finitud. Estudiando esa «sombra» jamás llegaréis a descubrir al «propietario» y causante de la misma.


Quedamos en silencio, pensativos. Tenía razón. Si alguien pretendiera estudiar a un ser humano a través de su sombra, sencillamente, perdería el tiempo...


-Pero no os desaniméis. Todo en su momento. Llegará el día en que estaréis en la presencia de Ab-bá. Entonces, sólo entonces, empezaréis a comprender y a comprenderle. Si Él careciese de esa personalidad, el gran objetivo de todos los seres vivientes sería estéril. Es su personalidad, a pesar de la infinitud, lo que hace el «milagro»...


Y recalcó, deseoso de que entendiéramos.


-Al igual que un padre y un hijo se aman y comprenden, así sucede con el gran Padre y todos sus hijos... Él es persona. Vosotros sois personas. Pero, como os digo, dejad que se cumplan los designios de Ab-bá...


-¿Sus designios? -clamó Eliseo contrariado-. ¿Y por qué no habla con más claridad? ¿Qué quiere? "


-En primer lugar -replicó el Maestro al instante-, que sepas que existe. Para (Pg.266) eso estoy aquí. Para revelar al mundo que Ab-bá no es un bello sueño de la filosofía. ¡Existe!


Hizo una pausa y la palabra «existe» quedó flotando, rotunda, sólida, incuestionable. Alzó la voz y repitió, haciendo retroceder cualquier vestigio de escepticismo:


-¡Existe!


A estas alturas, algo estaba muy claro para estos exploradores. Jesús de Nazaret jamás mentía o inventaba. Y aunque resultaba difícil de entender, lo aceptamos.


-En segundo lugar, el Padre, tu Padre, desea que lo busques, que lo encuentres...


-¿Cómo, Señor? Tú mismo acabas de reconocerlo... Somos finitos, limitados, lo último de lo último... Parece que el Jefe se descuidó al pensar en nosotros...


El Maestro acogió la broma con dulzura.


-No, querido «pinche»... En el reino de Ab-bá no hay descuidos. Todo se halla minuciosamente planificado. Y, aunque no lo creas, vosotros, los «destrozapatos», sois y seguiréis siendo la admiración de los universos.


-¿Nosotros?


-¿Imagina por qué?


-Ni idea... -Vosotros, lo más denso y limitado, poseéis algo de lo que no disfrutan otras criaturas, creadas en perfección: tenéis la maravillosa virtud de ascender y progresar..., sin saber, sin haber visto. Tenéis la envidiable capacidad de creer, de confiar..., sin pruebas.


-Exageras...


El Galileo negó con la cabeza.


-No exagero. Y ése es el «cómo». Ésa es la respuesta a tu pregunta. Al Padre, de momento, sólo puedes buscarlo con la ayuda de la confianza. Ése es el plan. Eso es lo establecido. Progresar. Progresar. Progresar...


-¿Aquí? ¿En este basurero? "


... -Aquí, en este atormentado mundo -le corrigió-, en los que te reservo después y siempre... Ya me has oído. Para llegar a la presencia de Ab-bá, primero debes recorrer un largo, muy largo, camino. Ése es el objetivo. Ésa es la única razón de tu existencia: una aventura fascinante...


-Un largo camino... Muchos, en nuestro mundo, piensan que el «Barbas» los estará esperando al otro lado de la muerte...


Jesús, divertido, escuchó los razonamientos de mi amigo.


-... Dicen y creen que los justos serán recibidos de inmediato en su presencia.


Tú, en cambio, hablas de un largo recorrido...


En esos instantes -¿casualidad?-, una enorme y hermosa mariposa cuadriculada en blanco y negro, una Euprepia oertzeni, atraída por la luz de la fogata, fue a posarse en el extremo de la rama con la que jugueteaba el Maestro. Y Jesús, aludiendo al bello ejemplar, respondió así:


(Pg. 267)


Dime, querido ángel, ¿crees que esa criatura está en condiciones de comprender que un Dios, su Dios, la está sosteniendo?


-No, Señor. Hay demasiada distancia...


Entonces, agitando el palo, la obligó a volar. Tú lo has dicho. Hay demasiada distancia... Pues bien, la que ahora te separa de Ab-bá. es infinitamente mayor... Si un mortal fuera transportado, tras la muerte, ante la presencia del Padre, en verdad te digo que reaccionaría como esa mariposa. No sabría, no tendría conciencia de dónde está ni de quién lo sostiene...


Y añadió feliz.


-Afortunadamente, vosotros sois mucho más que una mariposa. Y podéis estar seguros de lo que afirmo: llegará el día, cuando hayáis crecido espiritualmente, cuando hayáis progresado, que veréis al Jefe y comprenderéis.


Mi hermano, espontáneo, clamó:


-Pero, ¿tan grande es?


Jesús se vació.


-No hay palabras, querido «pinche». Sostiene y contempla los universos en el hueco de su mano. Es todo presente, pero está en el futuro. Es el único santo, porque es perfecto. Es indivisible y, no obstante, se multiplica sin cesar. Él te imagina y apareces...


Eliseo negó con la cabeza. Y comentó casi para sí:


-Hermoso, muy hermoso, pero la ciencia...


El Maestro, percibiendo la dirección de Eliseo, le salió al paso con contundencia:


- No te equivoques... Ni la ciencia, ni la razón, ni tampoco la filosofía podrán demostrar jamás la existencia del Padre.


El ingeniero le miró perplejo.


Y el rabí, penetrando sin piedad en sus pensamientos, sentenció:


-Tu Jefe es más listo, imaginativo y amoroso de lo que supones. Él no está a merced de hipótesis o postulados. Él sólo está a merced del corazón...


Entonces, señalando el revoloteo de la Euprepia, afirmó:


-En eso le lleváis ventaja... Vosotros sí podéis experimentar a Dios.


Nos miró intensamente y remachó:


-He dicho experimentar, no demostrar... En esa búsqueda, cuando el hombre persigue y ansia a Dios, su alma, al encontrarlo, nota, percibe, experimenta su presencia. Eso es suficiente..., por ahora.


-¿Experimentar al Padre? Y eso, ¿cómo se hace?, ¿cómo se sabe?


-No has escuchado mis palabras, querido «destrozapatos». Cuando un ser humano «toca» al Padre, cuando Él te «toca», el alma se pone en pie. Es una sensación única. Clamorosa. Y una magnífica seguridad te acompaña de por vida... Pero ese benéfico sentimiento es personal e intransferible. Es difícil de explicar, pero tan real como la visita de la ternura, de la compasión o de la alegría.


(Pg. 268)


Y desviando la mirada hacia este absorto explorador me previno:


-Por eso, Jasón, porque se trata siempre de una experiencia, de un sentimiento personal, no escribas para convencer. Hazlo para insinuar. Para ayudar. Para iluminar...


Mensaje recibido.


... No «vendas», querido ángel. No grites el nombre del Padre. No obligues. No discutas. Cada cual, según lo establecido, recibirá el «toque» a su debido tiempo. No hay prisa. Ab-bá sabe. Ab-bá reparte.


-Un Dios sin prisas -terció el «destrozapatos»-. Eso me gusta...


-Un Dios amor que ya está en ti...


Y el Maestro, dirigiendo la vara hacia Eliseo, fue a tocar su pecho. El ingeniero, sorprendido, bajó la cabeza, observando el punto señalado por el Galileo.


Después, nunca supe si en broma o en serio, exclamó:


-¿El Jefazo está aquí?... ¡Y yo con estos pelos...! ¿No me crees?


Eliseo, incapacitado para la mentira o el disimulo, negó con la cabeza y puntualizó:


-Tú lo has dicho, Maestro. Somos materia finita... El Padre, si quisiera entrar en mí, se sentiría muy incómodo. Jesús lo acarició con la mirada. Mi amigo era como un niño.


-Escucha atentamente. Escuchad los dos... Lo que ahora os anuncio formará parte del mensaje cuando llegue mi hora.


El rostro, iluminado por la fogata, cobró una especial gravedad. E intuí que se disponía a confesar algo trascendental. No me equivoqué.


-Decidme: ¿os he mentido alguna vez?


Él «no» fue instantáneo.


-Pues bien, yo os digo que el Padre ya está en vosotros...


-Sí -concedí-, hace un momento lo has invocado. Has sido muy generoso al


convertirnos en tus embajadores. 


-No -se apresuró a corregirme-, eso ha sido una consagración formal. Pero Abbá ya estaba en vuestras mentes.


-Claro -terció Eliseo-, muchas veces hemos pensado en Él...


El Maestro volvió a negar con la cabeza.


-No comprendéis. Os estoy hablando de uno de los grandes misterios de la Creación. El Padre, en su infinita misericordia, en su indescriptible amor, hace tiempo que se instaló en vosotros...


Notó nuestra confusión y profundizó.


-Cada criatura del tiempo y del espacio recibe una diminuta fracción de la esencia divina. El Padre, como os dije, aunque único e indivisible, se fracciona y os busca. Se instala en cada uno de vosotros, los más pequeños del reino.


-¿Se trata de una parábola?


-No, Jasón, esto es real. Y no me preguntes cómo lo hace porque nadie lo sabe. Es una de sus grandes prerrogativas. Él, así, «sabe». Él, así, «está». Él, así, se comunica con la creación y se hace uno con cada mortal inteligente.


(Pg. 269)


-Pero, ¿cómo es eso?, ¿cómo un Dios puede habitar en mi interior? 


El Maestro no respondió a las lógicas cuestiones formuladas por mi hermano. Se limitó a remover las brasas, levantando un fugaz chisporroteo. Después, llamando nuestra atención, prosiguió:


-¿Veis las chispas?... Pues en verdad os digo que algo similar sucede con el Padre. Una «chispa» divina, una parte de Él mismo, vuela hasta cada criatura y la hace inmortal.


Supongo que captó la perplejidad de aquellos exploradores. Sonrió amorosamente y exclamó:


-A esto, justamente, he venido. A revelar al mundo que sois hijos de un Dios... Y lo sois por derecho propio.


-Pero, Señor, yo no percibo nada raro... Si el Jefazo estuviera en mi interior tendría que notarlo. 


-Lo percibes, querido «pinche», lo percibes... El problema es que, hasta ahora, no lo sabías. Podías intuirlo, pero nadie te lo había confirmado.


-¿Lo percibo? ¿Tú crees? diré algo. ¿Qué opinas de esa bella mariposa? ¿Por qué se siente atraída por la luz?


-Eso es algo instintivo...


-Correcto. Ella no es consciente, pero «algo» la empuja...


Asentimos en silencio.


-Pues bien, con vosotros, los humanos, ocurre lo mismo. «Algo» que no podéis, que no sabéis definir, os impulsa a pensar en Dios. «Algo» desconocido os proporciona la capacidad intelectual suficiente como para plantearos el problema de la divinidad. «Algo» sutil os arrastra hacia el misterio de Dios.


Nadie se ve libre de esas inquietudes. Tarde o temprano, en mayor o menor medida, todos se hacen las mismas preguntas: «¿quién soy yo?, ¿existe Dios?, ¿qué quiere de mí?, ¿por qué estoy aquí?».


Volvió a introducir el palo entre las llamas y una nueva columna de chispas se agitó brevemente en el increíble y solemne silencio de la noche y de nuestros corazones. Finalmente, dirigiéndose al ingeniero, preguntó:


-¿Nunca has percibido esa inquietud?


Eliseo reconoció que sí. Muchas veces...


-Ahora lo sabes. Ese impulso, esa necesidad de conocer, de saber de Dios, está animado por la «chispa» que te habita. Esa «presencia» del Jefe en tu interior es la que verdaderamente te hace distinto. La que te inquieta. La que perfecciona y corrige tus pensamientos. La que, a veces, escuchas en voz baja. La que siempre tiene razón. La que, en definitiva, «tira» de ti hacia El.


-Y la mariposa, Señor, ¿también es habitada por el «Barbas»?


Jesús, soltando una carcajada, negó con la cabeza.


Mi compañero, sin embargo, hablaba en serio.


"-No, querido niño... Te lo he dicho: vosotros sois mucho más que una mariposa.


Los animales se mueven por instinto. En ocasiones pueden demostrar (Pg. 270)


sentimientos, pero ninguno, jamás, se plantea la necesidad de buscar a Dios. Ni siquiera tienen conciencia de sí mismos. La «chispa» del Padre, como te dije, es un regalo exclusivo a los humanos…


Eliseo, inquieto, lo interrumpió.


-¿Y tus ángeles? ¿Reciben también la «chispa» del Jefe? 


-No, querido... No me escuchas cuando hablo. Esa magnífica y divina presencia del Creador os alcanza únicamente a vosotros, las criaturas del tiempo y del espacio. Las más humildes...


-¡Qué lujo! ¿Y por qué a nosotros? 


-Eso lo irás comprendiendo poco a poco, conforme asciendas... El Padre es así: un padrazo...


Entonces, dirigiéndose a este explorador, comentó: -Estás muy callado...


-Es demasiado para mi torpe y corto conocimiento, Señor... Pero, ya que lo planteas, dime: ¿tiene esa «chispa» algo que ver con la famosa frase...?


No me dejó concluir.


-Sí, Jasón... «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza.


-Ahora lo entiendo -clamó Eliseo-, ahora lo entiendo...


El rabí sonrió satisfecho. Y manifestó:


-Tú, mi querido «pinche», eres igual a Dios porque lo llevas en lo más profundo.


Y no son meras palabras... Tú eres su imagen. Más aún: ¡tú eres Dios!


-Yo, Señor -escapó como pudo el ingeniero-, sólo soy un pobre «destrozapatos


»... -¡Tú eres Dios!


-Y yo te digo que no.


-¡Y yo te digo que sí!


-¡Que no! -¡Que sí!


Tercié conciliador:


-¡Haya paz!...


-Bueno -admitió Eliseo-, si tú lo dices... 


-Lo digo y lo mantengo. Y te diré más:


algún día «trabajarás» a su lado, creando y sosteniendo..., como Él.


-¿Yo, un Jefazo? 


-¿Por qué crees que Ab-bá ha pensado en ti?


-Buena pregunta -intervine-, ¿por qué, Señor?


-Porque el amor no es posesivo. El amor del Padre, como la luz, sólo se mueve en una dirección: hacia adelante. Él, aunque ahora no podáis comprenderlo, os necesita. Él será Él cuando toda su creación sea Él.


-Veamos si te he comprendido. ¿Estás insinuando que el ser humano es inmortal?


Esta vez sonrió pícaro. Dejó correr una bien estudiada pausa y, cuando la tensión rozó las estrellas, exclamó rotundo. Sin contemplaciones. Con una seguridad que nos convirtió en estatuas:


-No insinúo... ¡Afirmo!... ¡Sois inmortales! Así lo ha querido el Padre.


Yo, incapaz de reaccionar, permanecí mudo. El ingeniero, en cambio, estalló:


-Señor, con el debido respeto, ¡no te burles! "


El semblante cambió. Fue una de las pocas veces que lo vi serio. Muy serio. Casi enojado...


(Pg. 271)


-¿Crees que he venido a este mundo para burlarme?


Mi hermano, asustado, echó marcha atrás.


-No, Señor, pero... -Estoy aquí para revelar al Padre. Para decirle al confuso y confundido hombre que la esperanza existe... ¡Que sois hijos de un Dios! ¡Que habéis sido elegidos por el infinito amor de Ab-bá. ¡Qué estáis, simplemente, en el principio!


Tembló la voz y, más sereno, añadió:


-...Si Él no os hubiera hecho inmortales..., todo esto sí sería una burla. Una trágica burla...


-Entonces -intervine tímidamente-, eso de ganar o merecer el cielo...


El Maestro recuperó su habitual sonrisa, pero, de momento, no dijo nada. Me miró sin pestañear. Y la fuerza de aquella mirada me sofocó. A continuación, solemne, pronunció una sola palabra:


-Mattenah.


¡Un «regalo»! Eso significaba mattenah.


Y simulando que no había comprendido repetí:


-¿Un regalo? ¿La inmortalidad es un regalo?


-Sí, Jasón. Y recuerda bien el término que he utilizado. Recuérdalo y escríbelo. El hombre debe saber que es inmortal por expreso deseo de mi Padre. Haga lo que haga o diga lo que diga...


Supongo que volvió a adivinar nuestros pensamientos. 


-De eso no os preocupéis. Ésa es otra historia. Para los que hacen daño o, sencillamente, se equivocan, hay otros prodecimientos... En verdad os digo que nadie escapa al amor de Ab-bá. Tarde o temprano, hasta los más inicuos son «tocados»...


-Pero, Señor -se desbordó Eliseo-, ¡eso que dices es magnífico!


-No, muchacho, ¡el Padre es magnífico! ¡Es tu Padre el verdaderamente grande y generoso!


-¿De verdad es tan grande? 


Jesús abrió los brazos y gritó a las estrellas:


-¡Tan inmenso que se pone en pie en lo más pequeño!


Eliseo, entonces, exaltado, alzándose, exclamó:


-¡Pues viva la madre que lo parió! Y feliz añadió:


-¿Sabes una cosa? Aunque fuera más pequeño, también me caería bien...


Y antes de que el Maestro saliera de su asombro se aferró a sus mangas y,


tirando de Él, le apremió:


-¡Vamos, Señor!... ¡Salgamos de aquí!... ¡Todo el mundo debe saberlo!... ¡Vamos! Necesitamos unos minutos para calmarlo y sentarlo. 


Por último, el Galileo, echando mano de una familiar frase, aclaró:


-Deja que el Padre señale mi hora... De todas formas, gracias. Ya veo que has comprendido...


Y redondeó burlón:


-¿Percibes o no percibes la «chispa»?


No pude contenerme y solté algo que pujaba por salir.


(Pg. 272)


-Señor, ese nuevo Dios, ese magnífico Padre..., no va a gustar a tu pueblo.


-No he venido a imponer. Sólo a revelar. A recordar cuál es el verdadero rostro de Dios y cuál la auténtica condición humana. Mi mensaje es claro y fácil de entender: Ab-bá es un Padre entrañable, amoroso, que no precisa de leyes escritas, ni tampoco de prohibiciones. El que lo descubre sabe qué hacer... Sabe que todo consiste en amar y servir, empezando por el prójimo.


¿Sabéis por qué? ¿Sabéis por qué se debe auxiliar y querer a vuestros semejantes?


-¿Por ética? -replicó Eliseo.


-No.


-¿Por solidaridad? -me aventuré.


-No.


-¿Por lógica? -apuntó el ingeniero sin demasiada seguridad.


-¡Caliente, caliente!


Nos rendimos. A decir verdad, nunca me había planteado la, aparentemente, tonta cuestión.


-Por sentido común -manifestó el Galileo con naturalidad.


-¿Por sentido común?


-¿Recordáis la «chispa» divina? Pensad... Si Ab-bá es el Padre de todos los humanos, si Él reside en cada hombre, si él os imagina y aparecéis, ¿qué sois en realidad?


-Hermanos... en la fe -replicó el ingeniero.


-No.


-¿No?


Jesús subrayó el «no» con un lento y negativo movimiento de cabeza.


-No sois hermanos en la fe. ¡Sois hermanos... físicamente! ¡Sois iguales!


Entonces aclaró:


-Segunda parte del mensaje del Hijo del Hombre: si Ab-bá es vuestro Padre, el mundo es una familia. Por eso debéis amaros y ayudaros. Por sentido común. Todos tenéis el mismo destino: llegar a Él.


-Lo dicho, Señor -intervine con desaliento-, eso no va a gustar. Ricos y pobres...


¿iguales? ¿Esclavos y dueños? ¿Necios y sabios? ¿Judíos y gentiles?


Mi hermano se unió a quien esto escribe, añadiendo:


-¿Y qué dices, Señor, de ese nuevo rostro del Padre? ¿Un Dios amoroso? A las


castas sacerdotales no les gustará...


-Acabo de manifestarlo. El Hijo del Hombre no viene a imponer. Sólo a inspirar. Mi trabajo no consiste en demoler, sino en insinuar. Yo soy la verdad y todo aquel que escuche mi palabra será tocado y removido. Dejad que la «chispa» interior haga el resto...


-Pero Yavé no es Ab-bá. Yavé castiga, persigue...


-Os lo repito. Dejad que se cumplan los planes del Padre. Tienes razón, mi querido «pinche». Yavé no es Ab-bá, pero ha cumplido con lo dispuesto: el (Pg. 273) hombre respeta la Ley. Ahora es el turno de la revelación. Por encima de la Ley está siempre la verdad. Y la verdad es sólo una: sois hijos de un Dios-Amor. Empecé a intuir y a comprender. Cambiar el rostro de Yavé. Modificar sus procedimientos y normativas. Dulcificar al severo juez. Casi humanizarlo. Inyectar la esperanza en un pueblo resignado y adormecido. Levantarlo hasta las estrellas. Decirle que es inmortal por la generosidad de un Dios. Gritarle que esa «chispa» no es una utopía. Hacerle ver que el mundo es una familia... Y desde esos instantes supe también el porqué del trágico final de aquel extraordinario Hombre. Su filosofía, su mensaje, eran revolucionarios. Peligrosamente revolucionarios.


Eliseo, una vez más, rebajó la tensión. Se aferró a una de las últimas frases de Jesús y solicitó detalles.


-¿Dejad que la «chispa» interior haga el resto? No sabía que el Jefazo trabajase...


El Maestro se doblegó encantado.


-¿Qué pensabas? ¿Creías que esa presencia divina era un adorno?


-¿Y qué hace?


-Te lo dije: «tira» de ti... Esa misteriosa criatura se ocupa, entre otras cosas, de preparar tu alma para la vida futura, para la verdadera vida. En cierto modo, te entrena...


-Pues yo no me entero. 


-Es lógico. El Jefazo es muy silencioso. Tampoco le gustan los gritos. Se limita a pulir y rectificar tus pensamientos. Pero lo hace en la sombra de tu mente. Escondido. Casi prisionero.


-¿Y cómo puedo ayudarle?


Jesús sonrió complacido.


-Ahora lo haces. Basta con tu buena voluntad. Basta con el deseo de querer, de prosperar en conocimientos, de aceptar que Ab-bá es tu Padre. Él, poco a poco, estrechará esa comunicación. Y llegará el día en que no precise de símbolos para decirte: «Ánimo! Estoy aquí. Escucha mi voz. Sube. Búscame...


-Pero, Señor, no entiendo... El Jefazo debería ser más claro. ¿Por qué no habla un poco más alto?


¡Dios santo! ¡Cómo disfrutaba el Galileo con aquellas preguntas de mi hermano!


-No quiere y no debe. Además, tú mandas...


-¿Yo?, ¿un «destrozapatos»? 


-Así es. Eso es lo establecido. Te pondré un ejemplo: tu mente es un navío, Ab-bá, la «chispa» interior, el piloto y tu voluntad, el capitán. Tú mandas...


-¿Un navegante? 


-¡El mejor! ¡Lástima que no os dejéis guiar por Él! Con frecuencia, su rumbo es alterado por vuestra torpe naturaleza humana y, sobre todo, por los miedos, ideas preconcebidas y el qué dirán...


-¡Los miedos! -exclamó Eliseo convencido-. ¡Cuánta razón tienes! ¿Por qué el (Pg. 274) hombre siente tanto miedo?


-Muy simple. Porque no sabe, no es consciente de cuanto os estoy revelando. El día que despierte, y no os quepa duda de que lo hará, y comprenda que es hijo de un Dios, que es inmortal y que está condenado a ser feliz, ese día, mis queridos ángeles, el mundo será diferente. El ser humano sólo tendrá un temor: a no parecerse a Él...


Y al instante matizó:


-...Pero ese «miedo» también desaparecerá. La «chispa» lo sofocará.


-Veamos -intervine sin demasiada seguridad-, si no he comprendido mal, el buen gobierno de esa «chispa» interior no depende de lo que uno crea o deje de creer, sino de la voluntad, del deseo de hallar al Padre. ¿Me equivoco? 


-No, Jasón. Has hablado acertadamente. El éxito de mi Padre está íntimamente asociado a tu poder de decisión. Si tú confías, Él gana. Poco importa lo que creas. Si lo buscas, si lo persigues, la «chispa» controla el rumbo. Y tú, poco a poco, te vas haciendo uno con «ella».


Guardó silencio. Creo que entendió. Sus palabras eran hermosas, esperanzadoras, pero, a veces, de difícil comprensión.


-Os diré un secreto...


Agitó de nuevo las llamas y, en tono reposado, con una elocuencia estremecedora, afirmó:


-Observad la madera. Se hace uno con el fuego y ambos, sin remedio, ascienden. Al fin son verdaderamente libres... ¡Mirad!


Y señaló la temblorosa espiral de humo, escapando hacia la noche.


-¡Mirad bien! Ahora, fuego y madera son uno... ¿Me habéis comprendido?


-Por supuesto... 


-Pues bien, éste es el secreto. El hombre, la madera, que consigue identificarse, hacerse uno con Ab-bá, el fuego... ¡no morirá! Su envoltura mortal será consumida por la «chispa», por el Amor, y no necesitará ser resucitado... 


-Quise intervenir, pero Eliseo me atropello con una cuestión que, en efecto, había quedado rezagada.


-¿Por qué, al mencionar la «chispa», la has llamado «misteriosa criatura»?


-Porque lo es...


El Maestro suspiró. Evidentemente, como a nosotros, las palabras también lo limitaban. E intentó simplificar.


-Recordad la mariposa... Por mucho empeño que pongáis no os entenderá. Si le dices quién eres, ni siquiera te escuchará. Tu pregunta, querido «Elisa» [Eliseo], me coloca en la misma situación. Aunque te revelara la verdadera naturaleza de esa «chispa»... no comprenderías. Admite, pues, mi palabra.


El ingeniero, asintiendo con la cabeza, lo animó.


-La presencia divina que te habita es una luz, un destello del Padre... con su propia personalidad. Es, por tanto, una criatura, aunque desgajada del Creador. Y no preguntes más... Te lo dije: también Ab-bá tiene sus secretos...


-¿Y cuándo se instala en el ser humano?


(Pg. 275)


Jesús de Nazaret, complacido con la insaciable curiosidad de mi compañero, sonrió condescendiente.


-Eso depende de Él... Pero, generalmente, cuando el niño es capaz de tomar


su primera decisión moral.


-¿Y le acompaña hasta la muerte?


-Y más allá de la muerte. Recuerda: sois inmortales. El Padre, cuando da, no lo hace a medias...


Eliseo quedó pensativo. Jesús le observó y, sorprendiéndonos, exclamó:


«Dilo... Ésa es una buena pregunta...


Mi hermano, descompuesto, balbuceó:


-Pero, ¿cómo lo haces? ¿Cómo sabes lo que estoy pensando?


El Maestro señaló el blanco y dormido rostro del Hermón y recordó algo que olvidábamos con frecuencia.


-Ha llegado mi hora. Tú lo sabes. Aquí y ahora he recuperado lo que es mío... Pregunta. 


¿Qué sucede con la «chispa» cuando alguien mata a su hermano o se suicida? El ingeniero, nervioso, esbozó una sonrisa.


-Eso... ¿Qué pasa con la «criatura» si termino con una vida?


-Lo más triste y lamentable, querido ángel, no es únicamente que atentes contra la vida, patrimonio exclusivo de la divinidad, sino que, súbitamente, sin previo aviso, suspendas la labor de la «chispa». Literalmente: la dejas huérfana...


-En otras palabras: una patada en el trasero del Jefe...


-Correcto -rió Jesús-... admitiendo que el «Barbas» tenga trasero. Y matizó:


-Con una acción así se demora, no se suspende, la escalada hacia el Padre.


Dejadme que insista: sois inmortales. Nadie puede privaros de esa herencia.


Ab-bá os la ha entregado por adelantado.


-¡Inmortales! 


-Sí, Jasón... como suena. Ése es mi mensaje. A eso vengo... ¿Te parece importante?


Y le abrí el corazón:


-Para gente como yo, perdida y sin horizonte, lo más importante.


Pero necesitado de concreción, de objetivos físicos y palpables, pregunté:


-Está bien, Señor. Te hemos entendido. Todo consiste en descubrir, en buscar


al Jefe. Pero, ¿qué más?, ¿cómo lo materializo?


El Maestro -lo sé- esperaba ansioso esta cuestión. Y pronunció la frase clave:


-Abandónate en sus manos.


Le miré atónito.


-¿Nada más?


-Nada más. Eso es todo.


-Pero... El Maestro tenía esa virtud. Hacía fácil lo difícil. Y se apresuró a vaciar las dudas.


-Él se ha sometido a tu voluntad. Él está en tu interior, humilde, silencioso y pendiente de tus deseos de prosperar mental y espiritualmente. Haz tú lo (Pg.276)


mismo. Entrégate a él. No seas tonto y aprovecha: abandónate en sus manos. Deja que se haga su voluntad.


No fui capaz de reaccionar. ¿Cómo era posible? ¿Eso era todo?


Jesús entró de nuevo en mis atropelladas ideas e intentó apaciguarlas.


-Os haré otra revelación...


Alimentó el suspense con unas gotas de silencio y, finalmente, cuando nos tuvo en la palma de la mano, anunció:


-Yo conozco al Padre. Vosotros, todavía no... Os hablo, pues, con la verdad. ¿Sabéis cuál es el mejor regalo que podéis hacerle?


Eliseo y yo nos miramos. Ni idea... 


-El más exquisito, el más singular y acertado obsequio que la criatura humana puede presentar al Jefe es hacer su voluntad. Nada le conmueve más. Nada resulta más rentable...


Mi hermano, tan perplejo como yo, confundió el sentido de estas palabras.


-¿Quieres decir que debemos negarnos a nosotros mismos? 


Jesús de Nazaret, comprendiendo, se apresuró a enmendar el error de Eliseo.


-No, yo no he dicho eso. Hacer la voluntad del Padre no significa esclavitud ni renuncia. Tus ideas son tuyas. También tus iniciativas y decisiones. Hacer la voluntad de Ab-ba es confiar. ¡Es un estilo de vida. Es saber y aceptar que estás en sus manos. Que Él dispone. Que Él dirige. Que Él cuida.


-Entiendo. Estás diciendo: «es mi voluntad que se haga su voluntad».


-Exacto, Jasón. Tú lo has dicho. Cuando un hijo adopta esa suprema y sublime decisión, el salto hacia la fusión con la «chispa» interior es gigantesco. Ésa es la clave. A partir de ahí, nada es igual. La vida cambia. Todo cambia. Y el Jefe responde...


Nueva pausa. Inspiró profundamente. Con ansiedad. Y dijo algo que jamás olvidaríamos. Algo que, poco a poco, iríamos verificando.


-El Padre responde y una fuerza benéfica, arrolladora, se pone al servicio de esa criatura. Cuando el hombre dice «estoy en tus manos» lo da todo. Y Ab-ba convierte a ese hijo en un gigante. Ni él mismo llega a reconocerse. Es mucho más de lo que aparentemente es.


-¿Una fuerza arrolladora?


De pronto recordé. ¿Qué ocurrió en lo alto del Ravid? Un día, sin previo aviso, sin razón aparente, nos sentimos llenos, inundados, de una extraña y singular «fuerza». ¿Era esto a lo que se refería el Galileo?


El Maestro me miró y volvió a negar con la cabeza.


-No, mi perplejo ángel, esa «fuerza» tiene otro origen y otro nombre...


Lo había hecho de nuevo. Acababa de colarse en mi mente... Sonrió burlón y continuó:


-Esa «fuerza» que tanto os intriga descendió sobre los hombres por expreso deseo del Creador de este universo. Se llama Espíritu de la Verdad. Pero de ello, si os parece, hablaremos en su momento.


Eliseo no aceptó.


(Pg. 277)


-¿Tú enviaste a ese Espíritu?


-Así lo prometí. Y creo que lo sabéis de sobra: siempre cumplo.


No permití que mi amigo desviara al Maestro del tema inicial. Y repetí la pregunta:


-¿Una fuerza arrolladora?


-Sí, Jasón... Ese hombre, el que decide hacer la voluntad del Padre, se llena. Hasta sus más pequeños deseos se ven cumplidos. Sencillamente, como os he dicho, despierta a la gloria y al Amor de Ab-ba. Es el gran hallazgo. Su vida, a partir de ahí, es una continua y gratificante sorpresa. Es el principio de la más fascinante de las aventuras...


Y remachó con aquella inquietante seguridad:


-Ponerse en sus manos, hacer la voluntad de Ab-ba significa, además, saber...


-¿Saber? -.


-Sí, saber. Obtener respuestas...


Por ejemplo, ¿quién soy?


En ese momento es fácil. Eres un hijo del Amor. Un «regalo» del Jefe. Un ser


inmortal. Una criatura nacida en lo más bajo... destinada a lo más alto. Un hombre que empieza a correr. A correr hacia Él.


Por ejemplo: ¿qué hago aquí?


Al descubrir al Padre también es fácil...


Estás en este mundo para VIVIR.


El ingeniero no pudo contenerse.


-Claro, Señor. Obvio...


-No...


Jesús me señaló y prosiguió:


-Escríbelo con mayúsculas... VIVIR... No he dicho vivir, tal y como vosotros lo entendéis. Si el Padre os ha puesto aquí es por algo realmente interesante... Interesante para vosotros. Escuchadme: ¡sois inmortales! Ahora os encontráis sujetos en esa envoltura carnal pero, en breve, cuando entréis en los mundos que os tengo reservados, este cuerpo sólo será un recuerdo. Un recuerdo cada vez más difuso... ¡VIVID, pues, la presente experiencia! ¡VIVID con intensidad! ¡VIVID con amor! ¡Con sentido común! ¡Con alegría! Y recordad que sólo tenéis esta oportunidad. Después, tras la muerte, VIVIRÉIS de otra forma...


Mi hermano y yo, impulsados por mil preguntas, nos pisamos las palabras.


Pero Jesús, haciendo caso omiso, siguió a lo suyo.


-Por ejemplo: ¿cuál es mi futuro? Supongo que ya lo habéis adivinado. Lo sé, comentó, riéndose de sí mismo, me repito mucho... Insisto: vuestro destino es Él. No hay otra dirección. Vuestro futuro es llegar a Él. Ser como Él. Ser perfectos. Conocerle. Trabajar hombro con hombro...


-¿Seremos socios?


(Pg. 278)


-Querido «destrozapatos», si decides ponerte en sus manos, si optas por hacer su voluntad... ¡ya eres su socio! Él hará en ti maravillas. Él te cubrirá con un Amor que te levantará del suelo. Y tus miedos, escucha bien, desaparecerán...


La noche, como nosotros, se quedó quieta. Absorta. Entusiasmada. Más aún: yo diría que esperanzada...


Sencillamente, nos tenía atrapados. Él lo sabía y cerró el círculo.


-... Si tu corazón se abre y se hace aliado de la vida, si te abandonas a su voluntad, nada, dentro o fuera de ti, te hará temblar. Como un prodigio, tu alma caminará segura. Nada, querido ángel, ¡nada te hará retroceder! Y esa sensación, ese sentimiento de seguridad te escoltará hasta el fin de tus días.


-«Pero no os equivoquéis. Al mismo tiempo que ese afortunado hombre crece, así desaparece...


-No entiendo.


-Es fácil, querido «pinche». El Amor que se derrama desde el Padre es turbulento.


No sabe del reposo. Y deberás irradiarlo. Compartirlo. Catapultarlo. No es de tu propiedad. Pues bien, un día, sin previo aviso, caerás en la cuenta de algo igualmente maravilloso: ¡no existe!, ¡has desaparecido para ti mismo! ¡No cuentas! ¡No exiges! ¡No precisas! ¡No reclamas!


Y rubricó la revelación con la mejor de sus sonrisas.


-¡Habrás triunfado! En ese momento, al fin, habrás comprendido, querido «socio»...


-¿Y qué pasa si me guardo ese Amor para mí mismo?


-Escurriría, sin remedio, por la sentina del buque. Sería una lástima. Tendrías que empezar de nuevo... Aquel que intenta encarcelar la verdad..., la pierde. Sois hermanos. Y te diré más: eso que propones no sucede jamás en un auténtico «socio». Te lo dije: se trata de un viaje sin retorno. Si Él te «toca»... nada es igual.


-¡Socios de un Dios!


-En efecto, Jasón. Y todo depende de tu voluntad... Si dices «sí», si te abandonas en sus manos, si te dejas gobernar por ese «piloto» interior, romperás las barreras que te limitan. Y tu capacidad de asombro será desbordada una y otra vez. Todo, a tu alrededor, estará a tu servicio. Tú «sí» es el «sí» de Ab-bá. En palabras sencillas: habrás encontrado una mina de oro...


El ingeniero, eufórico, le interrumpió.


-¡Aunque sea de carbón, Maestro!


Jesús rió con ganas. Después, terminando la inconclusa frase, nos dejó boquiabiertos.


-... Habréis encontrado una mina de oro... ¡que funciona sola!


Y preguntó:


-¿Os animáis?... ¡Es gratis!


Entonces, señalando la casi extinguida fogata, se apresuró a comentar:


(Pg. 279)


-Pensadlo. Ya me diréis... Mejor dicho, se lo diréis a Él... Y ahora... descansad. Y añadió socarrón:


-Si podéis...






…Eliseo, más audaz e inteligente que quien esto escribe, se decidió rápido. Una mañana, antes de la habitual partida de Jesús hacia los ventisqueros, le salió al paso. Se plantó ante Él y, solemne, le comunicó:


-Señor, lo tengo claro. No comprendo bien algunas de las cosas que dices, pero acepto. A partir de ahora me pongo en sus manos. Es mi voluntad que se haga la voluntad del Jefe... 


El rabí reaccionó con uno de sus familiares gestos. Colocó las manos sobre los hombros del ingeniero y, feliz, sentenció:


-Que así sea... ¡Bienvenido al reino!


(Pg. 281)


De pronto, cuando marchaban cerca del dolmen (los Tiglat), alguien gritó desde los cedros, reclamándolos.


¡El Galileo!


Jesús no consintió que los Tiglat colaborasen en la cena. Eran sus invitados. Tomó las truchas recién descargadas -regalo de los fenicios- y las cocinó al estilo del yam. Una receta que provocó encendidos elogios entre los comensales. Tras limpiar media docena de «arco iris», empujó las columnas vertebrales con los dedos medio y pulgar, desprendiendo la carne. De la marinada -siguiendo las indicaciones del «cocinero-jefe»- se responsabilizó el «pinche»: aceite, sal, miel de dátiles, pimienta negra bien molida y vinagre.


Concluida la fritura, Jesús puso el toque personal: almendras calientes y una cucharada de mantequilla sobre cada pescado. Y escoltando el apetitoso condumio una ensalada-postre, troceada por Él mismo, a base del dulce mikshak, el melón del Hule, salpicado con otra de sus debilidades: las pasas de Corinto.


Mientras devorábamos las deliciosas truchas, el joven Tiglat sacó a relucir el incidente con «Al» y sus compinches, explicando al Maestro cómo su buen dios Baal nos había protegido, «descargando sus rayos sobre los bandidos».


Eliseo y yo nos miramos. La versión del pequeño guía nos tranquilizó. Jesús escuchó atentamente, pero no hizo comentario alguno. Al finalizar la detallada exposición, el Galileo me buscó con la mirada. Sonrió y me hizo un guiño de complicidad.


Entonces, dirigiéndose al «extraño galileo» Tiglat padre, curioso, preguntó:


-Dice mi hijo que eres un hombre rico. ¿Es eso cierto?


El Maestro, sorprendido, no pudo contener la risa y se atragantó.(Pg. 282)


Instantes después, recuperado, replicó:


-¿Y para qué necesita la riqueza aquel que posee la verdad?


Mi hermano, deseoso de corregir la equivocada interpretación del fenicio, puntualizó:


-No fue eso lo que le dije a tu hijo. Cuando le hablé de nuestro amigo me refería su corazón... «Un corazón inmensamente rico». Ésas fueron mis palabras.


El jefe de Bet Jenn comprendió. Pero, desconcertado por la respuesta de Jesús, se agarró a la idea expresada por el Maestro.


-¿La verdad? ¿Conoces tú la verdad?


A partir de esos momentos asistiríamos a un parca, pero reveladora conversación con el Hijo del Hombre. Una tertulia de la que todos saldríamos confundidos...


El adolescente intentó forzar al Galileo. Y lo consiguió a medias.


-Mi padre dice que la verdad, si es que existe, está por llegar. Tiglat, complacido, asintió. -Y dice también que, cuando llegue, me hará temblar de emoción porque es algo que toca directamente el corazón...


El Maestro, vencido, le sonrió con ternura. Volvió a mirarme y, haciéndome un guiño, exclamó: -Tu padre es un hombre sabio...


Debería estar acostumbrado, pero no... Esta frase, justamente, fue pronunciada por este explorador al pie del asherat, como respuesta a los comentarios hechos por el guía. ¡Los mismos comentarios expuestos ahora por el joven Tiglat!


-Vosotros -prosiguió Jesús dirigiéndose a los Tiglat- no me conocéis. Éstos,


en cambio, mis queridos griegos, saben quién soy. Conocen mi palabra y pueden dar fe de que nunca miento. 


Dudó. Estaba claro que lo que se disponía a revelar no era sencillo. Suspiró y, supongo, se resignó.


-Sí, amigo mío... Yo conozco la verdad. Tu hijo habla con razón. La verdad existe, pero, de momento, no está al alcance de los seres humanos.


Señaló la luna, casi llena, y matizó:


-Vosotros tenéis una idea de la realidad. Pero es un concepto limitado, propio de una mente finita que apenas acaba de despertar. Para éstos –continuó refiriéndose a Eliseo y a quien esto escribe-, educados en otro lugar, la realidad


del universo es distinta a la vuestra...


La sutileza, lógicamente, no fue captada por los Tiglat en su auténtica dimensión. Pero la comparación era válida. Y supimos leer entre líneas...


-... Ellos entienden la luna y las estrellas de una forma. Vosotros de otra. En (Pg. 283) definitiva, tenéis diferentes conceptos de una misma realidad. Y yo os digo: los cuatro os quedáis cortos. La realidad total, final y completa, es mucho más que todo eso.


Nadie respiraba.


-... Más allá de lo que veis existen otras realidades, tan físicas y concretas como esa luna, que pertenecen al mundo de lo no material. Ese mundo invisible e inconcebible para vosotros constituye en verdad la auténtica «realidad».


Y terminó desembarcando en lo anunciado inicialmente.


-... Pero, como os decía, para alcanzar esa realidad última, la gran verdad, necesitáis tiempo. Mucho tiempo. La verdad, por tanto, existe, pero es del todo imposible que pueda ser abarcada por la mente y la inteligencia de una criatura mortal.


El muchacho, ágil y listo, le abordó sin contemplaciones.


-Tú no hablas como un judío... ¿Quién eres realmente?


Jesús tampoco se parapetó.


-Yo, hijo mío, he venido a tocar tu corazón. Estoy aquí para hacerte temblar de emoción. Para que dudes, para enseñarte un camino que nadie te ha mostrado...


-¿Un camino? ¿Hacia dónde?


-Hacia esa verdad de la que habla tu padre. Pero no te impacientes. Cuando llegue mi hora volverás a verme y tus ojos se abrirán. Entonces te mostraré a Ab-bá y comprenderás que la verdad de la que te hablo es como un perfume. Sencillamente, la identificarás por su fragancia.


El joven Tiglat, hecho un lío, siguió preguntando.


-¿Ab-bá? ¿Quién es ese padre?


-Para ti -anunció el Hijo del Hombre categórico-, un Dios nuevo. Para tu padre... un viejo sueño.


-Y tú, ¿cómo sabes eso? -intervino perplejo el padre del joven-. ¿Cómo sabes que dudo de todos los dioses, incluido el tuyo?


No hubo respuesta. Mi hermano y yo comprendimos. No era el momento. Como Él acababa de afirmar, no había llegado su hora. Jesús de Nazaret eligió el silencio.


-¡Un Dios nuevo! -exclamó el jovencito, no menos desconcertado-. ¿Y tú eres judío? ¿Qué pasará con Yavé?


-Te lo he dicho: deja que llegue mi hora... Entonces te hablaré de ese nuevo Padre.


-¡No! -bramó el impetuoso adolescente-. ¡Háblame ahora! El jefe de los Tiglat reprendió al muchacho. Pero Jesús, solicitando calma, accedió.


-Está bien, mi querido e impulsivo amigo... Lo haré porque es tu corazón el que lo reclama. 


Yavé está bien donde está. Y ahí quedará para los que no comprendan la (Pg. 284) nueva revelación. Porque de eso se trata: de entregar al hombre un concepto más exacto de Dios... Sí, hijo mío, un Dios nuevo y viejo al mismo tiempo. Un Dios Padre. Un Dios que no precisa nombre. Un Dios sin leyes escritas. Un Dios que no castiga, que no lleva las cuentas de tus obras. Un Dios que no necesita perdonar..., porque no hay nada que perdonar. Un Dios al que puedes y debes hablar de tú a tú. Un Dios que te ha creado inmortal. Que te llevará de la mano cuando mueras. Que te invita a conocerlo, a poseerlo y, sobre todo, a amarlo. Un Dios, como tú haces con tu padre, en el que confiar. Un Dios que te cuida sin tú saberlo. Que te da antes de que aciertes a abrir los labios. Un Dios tan inmenso que es capaz de instalarse en lo más pequeño: ¡tú!


La mágica voz de aquel Hombre, sonora, segura, armada de esperanza, nos rindió a todos.


Tiglat padre sostuvo la penetrante y cálida mirada del «extraño galileo». No había duda. Sus palabras lo hechizaron. Y balbuceó:


-¿Dónde está ese Dios? ¿Dónde podemos encontrarlo?


Jesús tocó su propio pecho con el índice izquierdo y aclaró: -Te lo he dicho: aquí mismo... dentro de ti.


-Pero, ¿cómo es eso? -se adelantó el hijo-. Todos los dioses están fuera.


-Exacto, pequeño. Sólo la verdad está dentro. Por eso, como dice tu padre, cuando la encuentres, cuando descubras a Ab-bá, te hará temblar de emoción...


Y añadió, levantando de nuevo los corazones:


-... Ese Dios se esconde en la experiencia. Y la experiencia es personal. Cada uno vive a Ab-bá a su manera. No hay normas ni leyes. Os lo he dicho. Ese Dios trabaja dentro y lo hace a medida de cada inteligencia y de cada voluntad. No perdáis el tiempo buscando en el exterior. No escuchéis siquiera a los que dicen poseer la verdad. Yo os digo que nadie puede domesticarla y hacerla suya. La verdad, la pequeña parte que ahora podéis distinguir, es libre, dinámica y bella. Si alguien la encadena, si alguien comercia con ella, se aleja.


-Pero tú dices conocer la verdad. Tú también la estas vendiendo y pregonando...


El Maestro volvió a dudar. Nos miró y creí distinguir en sus ojos la sombra de la impotencia. En esta ocasión, sin embargo, no respondió al duro planteamiento del joven Tiglat. Se alzó y, lacónico, exclamó a manera de despedida:


-No ha llegado mi hora...


Acto seguido desapareció en su tienda.


Al día siguiente, viernes, cuando los Tiglat regresaron a Bet Jenn, Eliseo y yo nos enzarzamos en una fuerte polémica. Mi hermano defendía la postura del Maestro. Estaba de acuerdo con su extraña y, en cierto modo, cortante actitud. No era el momento. Nos hallábamos en el final de agosto del año 25. Jesús de (Pg. 285) Nazaret debía esperar. Yo, en cambio, estimé que los honestos fenicios tenían derecho a saber. Y así nos sorprendió el Galileo a su vuelta de la cumbre del Hermón: atrincherados en posturas radicalmente contrarias.


Fue inevitable. Tras la cena, yo mismo planteé el problema. Y Jesús, más relajado, le dio la razón a mi compañero.


-Jasón, al igual que tu hermano, yo también me he puesto en las manos del Padre. Me limito a hacer su voluntad. Y, cariñoso, derribando mis presuntuosos postulados, afirmó:


-¿Cómo puedes pensar una cosa así? ¿Crees que mi corazón no arde en deseos de pregonar la buena nueva?


-Pero, entonces, Señor, ¿por qué estás con nosotros? ¿Por qué nos hablas de Ab-bá?


-Os lo dije en su momento. Vosotros estáis aquí por expresa voluntad del Jefe. Vosotros sois una excepción. Vosotros no contáis para este tiempo. Sois los mensajeros de otros hombres y mis propios embajadores. Sois una de las muchas realidades de mi reino. Él os ha bendecido y yo hago lo mismo.


Eliseo no dejó pasar la oportunidad.


-Ahora estamos solos. Quizá desees hablar con más claridad. ¿Qué es eso de «otras realidades»?


Jesús pareció sorprendido por el abordaje.


-Creí que lo habíais entendido...


El ingeniero, transparente, habló también por mí.


-Sí y no... Por ejemplo: nos dejaste perplejos al asegurar que la verdad no está al alcance de la mente humana.


El Maestro levantó el rostro hacia las estrellas y preguntó:


-¿Veis esa luz?


-Sí, Maestro... Es la luz del universo.


-Decidme: ¿creéis que es la única luz?


Aquellos exploradores, intuyendo una secreta intención, se miraron sin saber qué decir.


-Bueno -expresé celoso-, eso parece...


-Dices bien, Jasón. Eso parece, pero no lo es... Ésa es vuestra realidad. El problema es: ¿se trata de la única realidad?


-¿Estás insinuando que hay otro tipo de luz?


-No, querido «pinche», no insinúo. Afirmo. En el reino de Ab-bá hay tres clases de luces: la que ahora veis, la física, la material; la luz de la mente y la genuina, la luz del espíritu.


-Pero, ¿ésas son físicas?


-Mucho más que la de las estrellas...


Eliseo, insatisfecho, remachó: -Cuando digo «físicas» estoy diciendo «físicas»...


Jesús sonrió. E hizo suyas las palabras de mi amigo.


-Cuando digo «físicas», yo también estoy diciendo «físicas»...


(Pg. 286) 


-No puede ser. Yo no veo la luz mental de mi hermano... Me miró y añadió malévolo: -He buscado un mal ejemplo... Éste carece de inteligencia.


-Pues yo tampoco veo la tuya, «destrozapatos»...


-¡Calma! -suplicó el Maestro. Y fue derecho al grano-. Ambos tenéis razón. Esas «otras realidades», las luces del intelecto y del espíritu, no son visibles ahora, mientras permanezcáis en esta forma humana. ¿Es que no lo comprendéis? Estáis en el principio. Sois como un bebé. Ni siquiera os habéis puesto en pie...


Entonces, señalando hacia las «cascadas», recordó a nuestros «vecinos», los damanes de las rocas. Y prosiguió:


-Estamos ante el mismo caso de la mariposa. Si lograseis atrapar a una de esas criaturas, ¿cómo la convenceríais de que el mundo se extiende mucho más allá del nahal?


-Imposible, Señor...


-Pues en verdad os digo que ése, ni más ni menos, es vuestro caso. Acabáis de nacer a la vida y lo ignoráis todo sobre las realidades que sostiene el Padre. Y os diré más: aunque por razones diferentes a las vuestras, las criaturas espirituales también consideran la materia como algo irreal.


Supongo que percibió nuestro desconcierto. Y se apresuró a concretar:


-Queridos ángeles, conforme vayáis alejándoos de este soporte material, conforme ganéis en perfección y luz espiritual, tanto más difuso aparecerá el recuerdo de esta etapa. De hecho, esas criaturas de luz atraviesan la materia física como si no existiese.


-Entiendo, Señor. Por eso decías que la verdad final no está a nuestro alcance...


-Por el momento, Jasón. Sólo por el momento... Poco a poco, más adelante, irás captando y comprendiendo.


-¿Y seré sabio? .


...-Más que ahora, sí... Pero no te confundas, mi querido «destrozapatos». Ni siquiera cuando llegues a la presencia del Jefazo estarás en posesión de la verdad absoluta.


-No importa, Señor. Me contento con atravesar paredes... No pude ni quise silenciar mis pensamientos.


-¡Qué equivocados estamos! En nuestro mundo hay muchos que se consideran en posesión de esa verdad..., empezando por la ciencia. El Maestro asintió con la cabeza. Y fue a repetir lo expuesto la noche anterior:


-Es gente confundida. ¡Ay de aquellos que intenten monopolizarla! Su fanatismo


los volverá ciegos. En cuanto a la ciencia, querido Jasón, no desesperes. Algún día descubrirás que sólo es una valiosa compañera de viaje...


-¿De viaje? ¿De quién?


(Pg. 287)


-De la fe.


-Eso tiene gracia -terció el ingeniero-. Siempre creí que la fe era ciega.


-No, son los hombres los que la hacen ciega. La confianza en el Padre, en esas otras realidades que os aguardan, debe ser razonable y científica... hasta donde sea posible. La ciencia, poco a poco, controlará y comprenderá el universo en el que ahora os movéis. Y confirmará el tesoro de vuestra experiencia personal, ganada a pulso y en solitario. Y llegará el día en que la revelación, esta revelación, le dará la mano a ambas: a la fe y a la ciencia.


-Un momento, Señor, ¿es que fe y revelación no son la misma cosa?


-No, Jasón, no son lo mismo. La fe... a mí me gusta más la palabra confianza, es un acto que depende de la voluntad. La revelación es un regalo del Padre. Y llega siempre en el instante oportuno.


-No lo entiendo. Siempre he escuchado y leído que la fe, perdón, la confianza, es un don de Dios...


El Maestro sonrió con benevolencia.


-Lo sé, Jasón, lo sé... En el futuro, muchas de mis palabras y actos serán mal interpretados y, lo que es peor, manipulados. Si fuera como dices, si la confianza


en Ab-bá fuera el resultado de una gracia divina, algo fallaría en los cielos. ¿Por qué a unos sí y a otros no? Eso no es justo. Ése no es el estilo del «Barbas». Os lo repito: descubrir al Padre, confiar en Él, ponerse en sus manos y aceptar su voluntad depende únicamente, ¡únicamente!, del hombre.


-Pero antes, Señor, hay que caer en la cuenta...


-Exacto, querido «pinche». Por eso estoy aquí.


El ingeniero musitó casi para sí: -En el fondo es fácil... Todo consiste en decir: «sí, quiero».


-No... Di mejor «sí, acepto». Entonces, al despertar a la nueva, a la verdadera vida, esa confianza te hará razonable. Después, tras la muerte, tu propia experiencia te hará sabio. Por último, cuando entres en «otras realidades», cuando seas un «hombre-luz», cuando te presentes ante tu querido «Barbas», entonces, querido amigo, sentirás cómo la verdad te roza y te besa... -Entonces... -Sí -murmuró el Hijo del Hombre, acariciando las palabras-, sólo entonces...






…A la mañana siguiente, lunes, como venía diciendo, con las primeras claridades, el Galileo, feliz y sonriente, nos sacó prácticamente de la tienda. Y señalando las nieves del Hermón anunció eufórico:


-¡Acompañadme!... Los detalles también son importantes.


Tomamos unas provisiones y, medio dormidos, nos dispusimos a seguirlo. Entonces, al hacerme con la «vara de Moisés», el rabí, autoritario, ordenó:


-No, Jasón... No temas. Ab-bá vela.


El ingeniero y yo, perplejos, nos miramos sin saber qué hacer. Sabíamos que sabía, pero, a veces, nos desconcertaba…


(Pg. 289)


Obedecí, naturalmente. Y el cayado -muy a mi pesar- continuó en el fondo de la tienda.


¿Detalles? ¿A qué se refería con la insólita afirmación?


Pronto caeríamos en la cuenta... A decir verdad, en multitud de ocasiones durante aquel tercer «salto» en el tiempo, fue Él quien condujo nuestra misión. Fue Él quien nos alertó, abriendo nuestros torpes y asombrados ojos a infinidad de pequeños-grandes detalles. Detalles que también formaban parte -¡y de qué manera!- de la vida del Hijo del Hombre.


El Maestro, canturreando uno de los salmos, recogió los cabellos, amarrándolos en su acostumbrada cola. Después, sonriendo, rebosante de una paz y felicidad difíciles de explicar, comentó:


-¡Permaneced tranquilos!... ¡Es el turno de mi Padre!


Nos guiñó un ojo y, despacio, se alejó hacia una de las cercanas y chorreantes lenguas de nieve.


Aquella estampa, de nuevo, me maravilló. ¡Jesús de Nazaret caminando sobre la blanca y crujiente nieve! Al poco se detuvo. Alzó los brazos y levantó el rostro hacia el azul purísimo de los cielos. Y así permaneció largo rato. Entonces creí entender el porqué de sus enigmáticas palabras...


-«¡Acompañadme!... Los detalles también son importantes.»






…Jesús rezaba como el que conversa con un amigo muy querido. Y lo hacía sobre la marcha: en pie, sentado, tumbado, mientras cocinaba, en pleno baño o en mitad del trabajo... Recuerdo que ese día, cuando interrumpió (?) la «conversación» con el Jefe para dar buena cuenta de las provisiones, quien esto escribe, sin poder sujetar la curiosidad, le interrogó sobre aquella extraña forma de orar.


-¿Extraña? -preguntó a su vez el Hijo del Hombre-. ¿Y por qué extraña? 


-Digamos que no es muy normal...


El Galileo adelantó parte de la respuesta con un negativo movimiento de cabeza. Y volvió a interrogarnos.


-Decidme: ¿qué entendéis vosotros por rezar?


Ahí nos pilló. Y ambos, humildemente, confesamos que jamás rezábamos. El


Maestro, entonces, sonriendo, afirmó rotundo:


-¡Pues ya va siendo hora...! Es muy fácil... La oración, en realidad, no es otra cosa que una charla con la «chispa» que os habita. Vosotros habláis. Conversáis con Él. Exponéis vuestros problemas y, sobre todo, vuestras dudas. Y Él, sencillamente, responde.


-Y tú, Señor, ¿qué problemas tienes?... Te hemos observado y no has parado de hablar con Él durante toda la mañana... 


-Bien -replicó complacido-, de eso se trataba: de que captéis también los «detalles»...


-En cuanto a tu pregunta, mi querido e indiscreto «pinche», yo no tengo problemas. Durante estos retiros, lisa y llanamente, cambio impresiones con Él. Repasamos la situación y, digámoslo así, me preparo para lo que está por venir.


-¡Genial! -clamó el ingeniero-. ¡Una reunión en la «cumbre»!


-Algo así...


-Entonces -intervine desconcertado-, si no he entendido mal, cuando rezas, cuando hablas con el Jefe, no pides nada...


-¿Pedir? No, Jasón, con Él, eso es una solemne pérdida de tiempo. Lo habéis oído y lo repetiré muchas veces. Ab-bá es AMOR. Recuerda: con mayúsculas. (Pg. 291) Él te sostiene y te da... antes de que tú abras los labios. Todo cuanto te rodea, cuanto tienes y puedas tener, es consecuencia de su AMOR. ¿Recuerdas?...


-Sí, con mayúsculas.


-Muy bien -rió satisfecho-. Veo que aprendes rápido. Y añadió feliz:


-¡No seáis tontos! Cuando habléis con Él... ¡exprimidlo! ¡Sacadle el jugo! ¡Pedidle únicamente información y respuestas!... En eso no falla. Nos hizo un guiño y, alzándose, se excusó:


-Y ahora, perdonad... Voy a seguir «exprimiéndolo».






…Depositamos el saco con las viandas muy cerca de una de las láminas de nieve y, de pronto, mi hermano reparó en algo. Nos aproximamos y, curiosos, echamos un vistazo al reguero de huellas.


Jesús se inclinó sobre el inmaculado manto de nieve y, tras un breve examen, comentó:


-Undob... (un oso)


(Pg. 292)


…Alrededor de la hora «sexta» (mediodía) compartimos el frugal almuerzo: miel, queso y fruta.


El Maestro, de un humor excelente, siguió hablándonos del Padre y de su intensa comunicación con Él. Repitió una generosa ración de miel y se retiró de nuevo a cosa de cincuenta o sesenta metros.


(Pg. 294)


Una hora más tarde -rondando la «décima» (las cuatro)-, Jesús abandonó su asilamiento, reuniéndose con estos maltrechos exploradores. Algo notó en nuestros rostros y, al punto, intrigado, preguntó qué sucedía. Al explicarle, sonriendo burlón, exclamó:


-¡Una osa!... ¿Aquí?... ¡Y yo con estos pelos!...






…«Algo» invisible parecía preservarlo. (Pg. 295) Esa misma noche, tras la cena, no pude resistir la tentación y lo expuse abiertamente.


-No temas, Jasón -replicó el Galileo, ratificando mis sospechas-, nada sucede, ni sucederá, sin el consentimiento del Padre. Y añadió con aquella seguridad de hierro:


-¡Estoy en las mejores manos!


Entonces, recordando un viejo accidente -su caída por las escaleras exteriores en la casa de Nazaret cuando tan sólo contaba siete años-, pregunté:


-¿Y qué me dices de la tormenta de arena que provocó aquel peligroso tropiezo? Podías haberte matado...


La alusión a su ya lejana infancia debió traerle gratos recuerdos. Se aisló unos segundos y, finalmente, sonriendo, exclamó:


-Has hecho un buen trabajo, mi querido embajador, pero recuerda mis palabras: la vida es para VIVIRLA. Con mayúsculas... Y yo he venido también para experimentar la existencia humana. Todo ha sido minuciosa y escrupulosamente medido.


Estaba claro.


Eliseo intervino, interpretando las afirmaciones del Maestro «a su manera», como siempre...


-¿Quieres decir que un ángel te protegió? 


-Es más complejo, pero vale...


Mi hermano no dejó pasar la excelente oportunidad y atacó. Aquella, si no recuerdo mal, era una de las casi cien preguntas que tenía preparadas.


-Entonces reconoces que los ángeles existen...


Jesús le contempló asombrado.


-Muchacho..., ¿estás sordo?


-Todavía no, Señor... 


-¿Cuántas veces tendré que repetirlo? El reino de Ab-bá es un hervidero de vida.


-O sea..., ¡existen!


-Y en tal cantidad -replicó el Maestro resignado ante la impetuosidad del ingeniero- que no hay medida en la Tierra para sumarlos.


-¿Y cómo son?


-¿Por qué no esperas a comprobarlo por ti mismo?


-¡Ah!, entonces lo veré cuando pase el «otro lado»... ¿Al «otro lado»?


-Ya me entiendes, Señor... Cuando muera.


-Claro, mi querido «pinche». Eso es lo establecido.


-¿Tienen alas? Eliseo, cuando se lo proponía, era un terremoto.


-¿Alas? ¿Como los pájaros?


-Como los pájaros...


Jesús me miró y, suspirando, comentó derrotado:


-¿De dónde lo has sacado? ¿Es siempre así?


Asentí sonriente.


-Si quieres imaginarlos con alas... muy bien. Cuando pases al «otro lado», (Pg. 296) como tú dices, te llevarás una sorpresa.


Dudó y, sin perder la sonrisa, rectificó:


-Mejor dicho, un susto...


-¿Son feos?


-Menos que tú, querido «destrozapatos»...


-Entonces son guapos...


El Maestro volvió a mirarme y musitó:


-¡Incorregible!... ¡Maravillosamente incorregible!


Y, tan resignado como Él, asentí de nuevo.


-¿Guapos? -terció mi amigo, cayendo en la cuenta de algo que desencadenaría las risas del rabí-. ¿Es que no hay guapas?


-Los ángeles son criaturas de luz. Pertenecen a esas «otras realidades» de las que ya te hablé. No disponen de cuerpos físicos. Han sido creados en perfección y no saben de sexos. Son una «realidad» muy parecida a la que os aguarda en el «otro lado»...


Interrumpió la explicación y, asintiendo con la cabeza, esgrimió casi para sí:


-El «otro lado»... Me gusta la definición.


-Y si no hay sexo, ¿cómo se divierten?


-¡No seas bruto! -le reproché.


-No importa -terció Jesús-. Me gusta su naturalidad... Hijo mío, ahora no estás capacitado para entenderlo, pero hay otros placeres inmensamente más intensos y gratificantes que el sexo. Te garantizo que, en el «otro lado», no te aburrirás...


Intenté reconstruir la conversación y pregunté:


-Y esos seres de luz, ¿cuidan de los humanos?


-Algunos sí. No todos.


-¡El famoso ángel guardián!


-Los famosos ángeles, Jasón, en plural...


La matización, lógicamente, nos dejó confusos. Y Eliseo lo abordó:


-¿En plural? ¿Cuántos tenemos?


-Esas deliciosas criaturas son creadas siempre por parejas. Son dos en uno.


Cada mortal que lo merece, por tanto, recibe un custodio doble.


-¿Y por qué dos?


-Cosas de Ab-bá. Ya sabes que es muy imaginativo...


Una de las afirmaciones no pasó inadvertida para estos exploradores. Y Eliseo y yo nos pisamos de nuevo la pregunta:


-¿Cada mortal que lo merece? ¿Qué has querido decir?


-Observad atentamente: siempre regresamos al principio. Siempre se vuelve al mensaje clave: ponerse en sus manos, hacer su voluntad, desencadena una fuerza arrolladora y magnífica. Pues bien, cuando el hombre toma esa suprema decisión, una pareja de serafines es destinada de inmediato a la custodia del pequeño Dios. Y lo acompañará hasta la presencia del Jefe... y (Pg. 297) más allá.


-Un momento -clamó el ingeniero desconcertado-. ¿Y qué pasa con los que nunca han querido... o, incluso, no han podido hacer suya esa gran decisión?


-Mi Padre, también te lo dije, tiene otros métodos y caminos. El Amor no distingue. Vosotros habéis planteado algo concreto y yo he respondido.


-Veamos -intervine, intentando seguir siendo lo más puntual y certero posible-, ¿quiere eso decir que una mente subnormal, por ejemplo, se halla indefensa?


El Maestro, leyendo en mi corazón, se apresuró a negar con la cabeza. Adoptó un tono más grave y aclaró:


-No, hijo mío. Esas criaturas son especialmente cuidadas por los ángeles al servicio de Ab-bá.


Y subrayó con énfasis:


-¡Especialmente!


-En otras palabras -aventuré-: nadie queda sin protección. 


-Querido Jasón, el día que descubras hasta dónde llega el Amor del Padre, esa reflexión te llenará de sonrojo.


-Pero, Señor, no entiendo. Si toda criatura humana es guardada y vigilada, ¿qué significado tiene esa pareja de ángeles que aparece cuando se toma la decisión de hacer la voluntad de Ab-bá?


-Muy sencillo. Te dije que el Amor es dinámico. Si tú prosperas, el Amor prospera...


-Entiendo -resumió Eliseo-. Esa pareja «extra» es un lujo.


-Dios es un lujo. Un continuo e inagotable lujo...


-Y tú, Señor, como ser humano, ¿cuántos ángeles tienes a tu lado? El Galileo, divertido, miró a su alrededor. "-Sólo veo dos…


Eliseo, ingenuo, no captó la broma.


-¿Dos? ¿Y cómo son?


Primero, señalándole a él, exclamó entre risas:


-Uno... un «destrozapatos».


A continuación, dirigiéndose hacia quien esto escribe, remachó:


-El otro... un «fregaplatos».


No insistimos. Poco a poco fuimos aprendiendo. Esta clase de «respuestas» marcaba casi siempre un punto final en el asunto que manejábamos. Por razones desconocidas para nosotros, algunos de los temas que salían a la luz no eran satisfechos por el Maestro como hubiéramos deseado. Recuerdo que una vez, en plena vida de predicación, me atreví a interrogarlo sobre el particular.


Y Él, afectuoso, colocando las manos sobre mis hombros, sentenció:


-Mi querido ángel, la revelación es como la lluvia. En exceso sólo trae problemas.


Dejadme hacer...


Intuyo que lo que me dispongo a relatar a continuación, muy probablemente, es uno de los capítulos más sugestivo y trascendental de cuanto llevo narrado (Pg. 298) en este pobre y apresurado diario.


…Recuerdo que me hallaba en la tienda. Fue al atardecer del día siguiente, sábado, 8 de septiembre. Acabábamos de regresar de la tercera y última excursión a la cumbre de la montaña santa. El Maestro y mi compañero se afanaban en la preparación de la cena. Yo aproveché aquellos minutos y repasé las notas de la jornada anterior. De pronto -no sé por qué- me detuve en una de las frases de Jesús. Curioso. Este explorador la había subrayado. El Maestro, refiriéndose a los ángeles, se expresó así:


Y «Son una "realidad" muy parecida a la que os aguarda en el cielo.»


Quedé pensativo. …cuando, sin previo aviso, vi aparecer al Galileo en el interior del refugio. Parecía distraído. Me miró. Sonrió y se excusó:


-¡Vaya!... Me he equivocado de tienda... Perdón... Busco la sal...


Dio media vuelta y se dirigió al exterior. Pero, de pronto, se detuvo. Giró la cabeza y, señalando mis escritos, exclamó:


-Yo no dije semáyin...


Cuando reaccioné había desaparecido.


Semáyin ?


Caí sobre el diario y, atónito, descubrí que, en efecto, la referida frase de los ángeles se hallaba equivocada. Jesús de Nazaret nunca habló de «cielo» (Semáyin), sino del «otro lado» (ohoran atar).


Por supuesto, terminé riendo solo, como un tonto. ¿Se equivocó de tienda? Nunca lo creí.


¿Preguntar cómo lo hacía? Ni hablar. Sencillamente, lo hacía... 


Minutos después, reunidos alrededor de la lumbre, el rabí, guiñándome un ojo, preguntó:


-¿Tenía o no tenía razón?


Y servidor, como un idiota, replicó:


-Sí, pero, en el fondo, viene a ser lo mismo... 


-No, Jasón. El cielo, tal y como vosotros lo interpretáis, tiene poco que ver con el «otro lado».


Y así, mágicamente, fue a hablarnos de «algo» a lo que nunca quise enfrentarme. Una realidad, sin embargo, a la que nadie escapa.


Mi hermano, captando parte de lo sucedido, le puso el tema en bandeja.


-Ya que hablas de la muerte. Señor, dime: ¿no te asusta? La respuesta fue (Pg. 299) categórica. Fulminante.


-Responde primero a otra pregunta: ¿te asusta dormir?


-No, pero no veo la relación... 


- Es lo mismo.


-¿Morir es dormir?


-Así es, querido «pinche». Sólo eso.


-¿Y después? 


-Después... ¡la vida!


La palabra utilizada por el Galileo -hay- no dejaba lugar a dudas. Hay = vida.


-Un momento -se despachó Eliseo, muy consciente de la gravedad de lo que se estaba planteando-, ¿hablas en serio o en parábola?


Jesús contuvo la risa.


-Muy en serio...


-¿Seguro?


-¡Segurísimo!


-Repítelo otra vez. ¿Es eso cierto? 


El Maestro aguardó unos instantes. Borró todo rastro de sonrisa y con la faz grave, muy grave, exclamó:


-Yassib!


Para ese término arameo, que yo sepa, sólo hay dos traducciones:«cierto» y «verdadero».


-¡Cierto! -repitió el rabí-, eliminando toda suspicacia.


Silencio sepulcral... Y nunca mejor dicho.


Eliseo y yo nos miramos. Ante semejante y categórica afirmación sólo cabía creer o no creer. El problema era que aquel Hombre jamás mentía. Si Él aseguraba que tras la muerte hay vida... no teníamos alternativa. ¡Hay vida!


El ingeniero, sincero, suspiró:


-¡Cómo nos gustaría creerte!


Jesús, entonces, le salió -nos salió- al paso sin titubeos:


-Vosotros, precisamente, lo sabéis mejor que nadie... ¿A qué vienen ahora esas dudas?


-Es que es muy fuerte, Señor...


-Sí, lo sé. Ésa es otra de las razones de mi presencia entre los humanos. Cuando llegue el momento... ya sabéis a qué me refiero, lo verán con sus propios ojos. Verán al Hijo del Hombre resucitado de entre los muertos. Y lo verán con una forma idéntica a la que todos disfrutaréis tras el sueño de la muerte.


-Pero, Señor, tú eres Dios. Tú sí puedes hacerlo. Nosotros, en cambio...


-No, hijo mío. Mi resurrección pondrá de manifiesto la gloria del Padre, pero también tendrá una segunda y no menos importante justificación: la esperanza. Te lo dije: sois inmortales. Seréis resucitados.


-¿Seremos? ¿Por quién?


-Justamente por mis ángeles.


-¿Por los pájaros?


-¿Pájaros? ¿Qué pájaros?


(Pg. 300)


Tercié en la charla, amonestando a mi compañero. No era momento para bromas. Jesús, sin embargo, me lo reprochó.


-Querido amigo, deja a tu hermano que se exprese. Cuanto más arriba estés en la carrera hacia el Jefe, más gustarás del buen humor. Cuanto más importante y serio es un asunto, más humor necesita... El sentido del humor, no lo olvides, no fue inventado por el hombre. Es cosa de los cielos.


Eliseo, crecido, fue a los detalles. Y yo, sinceramente, lo agradecí.


-Pero, ¿dónde?, ¿cómo? 


El Maestro, feliz, solicitó calma. Y fue desgranando algunas informaciones.


-¿Recuerdas?: «En la casa de mi Padre hay muchas moradas...»


Asentimos impacientes.


- Pues eso. En mi reino hay unas estancias... digamos que «especiales», en las que volvéis a la vida. A la verdadera vida.


Nos observó complacido.


-... Tras la muerte, tras ese fugaz sueño, apareceréis en un mundo distinto.


-¿Con casas?, ¿con árboles?, ¿con ríos?.


-Sí, mi impulsivo amigo, igual a éste... pero distinto.


-Lo has dicho muchas veces, Señor...


Capté el involuntario error y rectifiqué.


-Perdón, lo dirás muchas veces... “Cuando llegue la hora despertaréis en un mundo que ni siquiera podéis intuir.” Ahora dices que es igual a éste, pero diferente. No entiendo...


-Es lógico, Jasón. Decidme: ¿imagináis unos cuerpos, una materia, que son y no son materia? ¿Estáis capacitados para comprender una besar[carne] que, además es or [luz]?


¿Carne y luz al mismo tiempo?


No, no éramos capaces de similar ese concepto. 


-A eso me refiero -prosiguió el rabí haciendo un esfuerzo por acercar las palabras a nuestra corta inteligencia- cuando os digo que ese espléndido mundo es igual, pero distinto.


-¡Materia y luz!


Eliseo, de pronto, recordó algo que discutimos largamente en la cumbre del Ravid. Y, ni corto ni perezoso, expuso su original y gratificante teoría sobre «MAT-1».


El Maestro escuchó atento y visiblemente conmovido. Cuando Eliseo concluyó, sencillamente, le sonrió, aprobando su hipótesis con varios y afirmativos movimientos de cabeza.


Fue suficiente.


Mi amigo, entusiasmado, pegó un salto y, apretando los puños, gritó:-¡Lo sabía!... ¡Mitad materia, mitad luz!


Pero el rabí, interviniendo, lo deshinchó en parte: 


-Más o menos, querido «pinche». Más o menos...


(Pg. 301)


Acto seguido, enlazando con algo que repetiría hasta la saciedad, advirtió:


-¿Comprendéis ahora por qué os pido con tanta insistencia que VIVÁIS la vida?


¿Entendéis por qué he dicho que estoy aquí para experimentar la existencia humana?


-Déjame adivinarlo. Parece simple...


Miré mis manos y me aventuré.


-Esta forma de vida es única. Allá, en esos mundos especiales, tendremos otros «cuerpos»... distintos. No podremos vivir como ahora. ¿Te refieres a eso? ¿Estás hablando, Señor, de apreciar y aprovechar esta oportunidad? ¿Nos estás diciendo que VIVAMOS la vida porque no disfrutaremos de otra semejante?


No respondió. Nos dejó en suspenso unos segundos y, al percibir nuestra ansiedad, sonrió feliz, exclamando:


-¡Perfecto, Jasón! VIVID intensa y generosamente. Saboread la vida. Disfrutad cada instante. Sabed que esta oportunidad, como dices, es única. Nunca volveréis a este estado. Amad la vida. Respetadla. Compartidla. Usadla con inteligencia y moderación. Os lo dije: es un regalo del Padre.


Mi hermano, entonces, estalló como un volcán, interrogándolo sin respiro.


-Y ahí, Señor, ¿qué se hace? 


-Te lo estoy diciendo, pero no escuchas: despertar.


-Pero, ¿a qué?


-A la verdadera, a la definitiva vida. Ahí comienzas. Ahí arrancas hacia el Padre.


-¿Se trabaja?


-Por supuesto, aunque al principio todos necesitáis una «limpieza»...


Notó nuestra perplejidad y aclaró:


-Cuando seáis despertados en ese mundo, todo, prácticamente, será idéntico a lo que acabáis de dejar aquí. Os lo repito: es un simple despertar. Pero los defectos y vicios de la naturaleza humana seguirán pesando... en parte. Y los míos se ocuparán entonces de «limpiarlos». No os preocupéis: la «cura» es rápida y sin dolor. Comprendedlo: en esa otra realidad no cabe la densa y torpe herencia que arrastráis. Os prepararán para un largo, muy largo, camino hacia el Jefe. Un camino cada vez más espléndido. Una senda en la que, poco a poco, la luz dominará a la materia. Y llegará el día en que sólo seréis eso: luz.


-Entonces veremos al Jefe...


-¡Tranquilo, muchacho! Al «Barbas» lo verás... a su debido tiempo.


-Mitad luz, mitad materia... ¿Y cómo se sostiene esa materia? ¿Se come en el «otro lado»?


Jesús parecía esperar la pregunta de Eliseo.


-Se come y se bebe... pero no lo que tú crees.


Mi hermano y yo nos miramos una vez más. Y tuvimos el mismo pensamiento. (Pg. 302) Esa afirmación del rabí coincidía con lo detectado por nosotros durante la aparición número catorce del Resucitado, en la mañana del sábado, 22 de abril del año 30, en la colina de la «Ordenación» (hoy llamada de las Bienaventuranzas).






-Entonces -machacó el ingeniero-, se come y se bebe...


Jesús asintió en silencio, pero no proporcionó más aclaraciones. Sencillamente, se limitó a repetir lo ya dicho.


-Seréis como ángeles...


-¿Con esposa o sin esposa? 


-Querido «destrozapatos», por favor, escucha cuando hablo...


-Ya escucho, Señor...


-Entonces estás sordo.


-No -tercié mordaz-, es que es tonto...


-¡Silencio, «fregaplatos»!


-¡Haya paz!... Te decía que en esa nueva realidad no se precisa del sexo, tal y como lo entendéis en la Tierra. Allí no existen esas inclinaciones. Entre otras razones, porque la carne, el cuerpo material, no pasa al «otro lado». Aquí queda y aquí desaparece…


-¡Maravilloso! -clamó Eliseo-. Entonces, si no hay esposa, tampoco hay suegra...


El Maestro levantó los brazos, exclamando:


-¡Me rindo!


-No, por favor... Sujetaré la lengua, pero continúa hablando...


Aproveché el frenazo del ingeniero y me interesé por un punto que no terminaba de asimilar. Uno entre muchos, claro...


-Dices que somos inmortales. Así nacemos. Entonces, ¿por qué no resucitamos (Pg. 303) por nosotros mismos? ¿Por qué se precisa a tus ángeles?


Jesús tropezó de nuevo con el gran problema: la limitación de la mente humana. Quien esto escribe ansiaba saber, pero, lo reconozco, quizá me estaba aventurando en cuestiones que iban más allá de mi corto conocimiento.


Aun así, el rabí lo intentó.


-Hijo mío, no es mucho lo que puedo decirte... por ahora. Hay criaturas del tiempo y del espacio que no estrenan siquiera su inteligencia. Por múltiples razones se ven privadas de un mínimo de espiritualidad. Pues bien, según lo establecido por Ab-bá, esos humanos no son «despertados» tras la muerte. Deben esperar, en un sueño colectivo, a que llegue su hora. Y no preguntes más. Acepta mi palabra...


¿Un sueño colectivo?


Entonces creí entender una de las misteriosas frases del Resucitado, pronunciada el 5 de mayo del año 30, en la aparición en la casa de Nicodemo, en la Ciudad Santa:


-«...Más que por esto (se refería a su resurrección), vuestros corazones deberían estremecerse por la realidad de esos muertos de una época que han emprendido la ascensión eterna poco después de que yo abandonara la tumba de José de Arimatea...


-Sólo una cuestión, Señor. Otros muchos seres sí disponen de ese mínimo de inteligencia y espiritualidad. ¿Por qué no resucitan por sí mismos?


-También lo hemos hablado, mi querido y olvidadizo ángel. Sois inmortales, sí, y por derecho propio. Así lo ha querido Ab-bá. Pero no confundas inmortalidad con vida.


-No comprendo... ¿No es lo mismo?


-Sí y no. La vida precede siempre a la inmortalidad. Ésta, en definitiva, depende de aquélla. Y no olvides que la vida es una prerrogativa del Padre. Yo dispongo de ese poder por su inmensa generosidad. Vosotros, en cambio, no estáis capacitados para ponerla en pie...


Mi hermano le interrumpió.


-¿Quieres decir que el hombre nunca creará la vida?


-Así es. Mientras pertenezca al reino de lo material... nunca lo conseguirá. ¡Nunca!


Aquel «nunca!» sonó rotundo. Yo diría que premonitorio. Todo un aviso... para nuestro mundo. Y añadió con idéntica contundencia:


-No lo olvidéis: la vida es sagrada. Es patrimonio del Padre. Abortarla, suprimirla


o herirla es un desprecio a quien la entrega... gratuitamente.


Mensaje recibido.


Y Eliseo, deseoso de retornar al tema capital, volvió por sus fueros.


-Señor, si el cuerpo se queda aquí, en la tierra, ¿qué sucede con la memoria? Cuando pase al «otro lado», cuando tus ángeles me resuciten, ¿recordaré a este «fregaplatos»?


(Pg. 304)


El Maestro, dulcificando el tono, replicó:


-En el «otro lado» recordarás y serás recordado. Reconocerás y serás reconocido. Ninguna de tus cualidades se perderá.


Dudo unos instantes y, mordaz, matizó:


-La de «pinche» de cocina... no sé.


-¿Recordaré todo?


-Todo lo que merezca la pena. Todo lo que te haya emocionado y servido para prosperar. El resto, las tendencias puramente animales, los vicios y defectos desaparecerán con el cerebro físico.


-¡Dios santo! -clamó Eliseo desconsolado-. Entonces, mi suegra me reconocerá...


Jesús le siguió la broma.


-Te reconocerá y te perseguirá...


-Por cierto, Señor, ¿veremos allí a nuestros padres?


-Por supuesto, Jasón. A tus padres y a todos tus seres queridos. Ellos te ayudarán, pero, insisto, aquel lugar no es como éste. Allí no existen los lazos familiares, tal y como vosotros los interpretáis aquí, en la Tierra. En esos mundos no tienen cabida conceptos como «padre», «familia», «esposa» o «hijos»... ¡Sois como ángeles!


Nos miró y al descubrir una cierta decepción en nuestros rostros, aclaró:


-En esa nueva realidad, en «MAT-1», como tú dices, el Amor es tan pleno, intenso y limpio que los pequeños Dioses no echan de menos los antiguos y limitadísimos afectos humanos. Vuestra alma inmortal, libre al fin, quedará tan deslumbrada que nada de lo que ahora estimáis como prioritario os hará sombra. Os lo repito: habréis entrado en una aventura fascinante.


El Maestro, al referirse al alma, empleó un término -nismah- que me confundió. El vocablo, en arameo, significa «espíritu o aliento». Y, no sé por qué, lo asocié a la «chispa» divina, regalo de Ab-bá. Y pregunté:


-¿«Chispa» y alma inmortal son la misma cosa?


El rabí, impotente ante la anemia de las palabras, suspiró ruidosamente. E intentó descender a nuestro nivel.


-No, Jasón, no son lo mismo. Pero no te atormentes. Todo será revelado... en su momento. Esa presencia divina, la «chispa», cuando mueras, se ocupará de custodiar tu memoria. Tu dikron. Ella la mantendrá a salvo hasta el momento de tu resurrección.


Jesús leyó de nuevo en mi interior y precisó:


-He dicho dikron [memoria], no bal [mente]. Ésta, como parte integrante de tu cerebro físico, se disolverá con el cuerpo.


Entonces, retornando a mi pregunta, completó:


-El alma inmortal es otra criatura, independiente de la memoria y de la mente física. Y ésa, la nismah, es acogida tras la muerte por tu ángel guardián. Él la mima y la conserva, también hasta el sublime instante de la resurrección.


Difíciles palabras, lo sé, pero eran sus palabras. Y creímos lo que decía.


(Pg. 305)


Sonrió compasivo y recalcó:


-Tened calma. Mi Padre es sabio. Él sabe...


-Alma inmortal..., «chispa» divina..., mente humana..., memoria... Señor, ¡qué lío!


-Querido «pinche»: confía en mí.


-Señor -lo interrogué perplejo-, ¿y qué sucede en el instante exacto de la resurrección?


-Sencillo: alma y memoria se reúnen. Y caminan juntas... para siempre.


-¿Y la «chispa»?


-También te lo dije: no te abandona jamás. Es el tercer «viajero» hacia la Perfección.


-Y ese «viaje», Señor, ¿cuánto dura?


-Si lo expreso en términos humanos, querido «pinche», no lo comprenderías.


-¿Me aburriré?


-Lo dudo...


-¿Y cuánto tiempo permaneceré como «MAT-1»?


-Lo justo y necesario. No mucho...


-Señor, ¿qué te ocurre? Estás muy lacónico.


-Compréndelo. No está bien que me tires de la lengua...


Eliseo, como siempre, no escuchó.


-¿Y después? ¿Qué pasará cuando, al fin, sea un «hombre-luz»?


-¡Sorpresa!


-Entiendo... Veré al Jefe. El Maestro, malévolo, negó con la cabeza.


-¿No? ¡Pues sí que está lejos! -Por cierto, Señor -intervine, planteando un asunto que, al menos para mí, no había quedado claro-, en esos mundos, al pasar de un «MAT» a otro, ¿se muere de nuevo? El Galileo sonrió y, mirándome como a un niño, sentenció rotundo:


-No.


-Entonces, sólo se muere una vez...


-Exacto. Os lo he dicho: Ab-bá es poderoso, pero prefiere la imaginación. Comprendió nuestra confusión y, señalando las estrellas, exclamó:


-Decidme: ¿sabéis de algo en la Naturaleza que se repita?


Silencio.


Eliseo y yo intentamos hallar ese algo.


-No -me rendí-, que yo sepa, nada es igual.


-Muy bien, Jasón. ¿Y por qué el fenómeno de la muerte iba a ser una excepción? Tu Padre «sabe»...


-Señor, hay algo que me intriga... El Maestro y yo nos echamos a temblar.


-¿Por qué nadie vuelve después de la muerte?


-Te equivocas. Yo lo haré. -Ya me entiendes... Me refiero a los «destrozapatos». Son las reglas. Vosotros también tenéis las vuestras...


(Pg 306)


-Qué cielo más raro...


-No, mi querido «pinche», eso no es el cielo. Os lo dije: tenéis una idea equivocada. El cielo, el Paraíso, está mucho más allá. Ahora es imposible que captéis su auténtica naturaleza. En los mundos que os aguardan tras la muerte tan sólo intuiréis esa inmensa, inmensa, maravilla.


-¡Dios bendito! -estalló mi amigo-. ¿Cómo vamos a transmitir todo esto a nuestro mundo? La ciencia no lo aceptará...


-Mis queridos hijos: ¡dejad en paz a la ciencia! No estáis aquí para convencer a nadie. Sólo para transmitir. Dejad que la verdad toque los corazones. Con eso es suficiente.


Eliseo, terco, no aceptó. 


Entonces, rememorando el vuelo de la bella mariposa que se posó en su vara, Jesús de Nazaret puso un elocuente ejemplo:


-Queridos míos, la filosofía que rige los universos no puede ser entendida por


la inteligencia material. No os preocupéis... -«Respondedme: si los hombres de ciencia no tuvieran la posibilidad de comprobar la metamorfosis de una mariposa, ¿aceptarían que esa criatura ha sido primero una oruga? Dejad que pasen al «otro lado». Entonces verificarán que las leyes que gobiernan esas otras realidades son tan físicas y rígidas como las del tiempo y el espacio. La sorpresa, entonces, los desconcertará.


Ellos, «orugas» en la Tierra, se habrán transformado en «mariposas» ágiles y deslumbrantes. Vosotros sois testigos. El Hijo del Hombre, una «oruga» más, hará el milagro y se convertirá en «mariposa».


Insisto: limitaos a ser mensajeros de mi palabra. 


-Por cierto, Señor, ya que lo mencionas, tenemos una ligera idea, pero nos gustaría confirmarlo... ¿Qué ocurrió, perdón, que ocurrirá, con tus restos mortales? ¿Cómo desaparecerán de la tumba? 


-Cosas de ángeles... Esbozó una picara sonrisa y añadió:


-Tendréis que preguntárselo a ellos. Yo no tuve nada que ver. Titubeó unos instantes y redondeó:


-Mejor aún: interrogaos a vosotros mismos. En cierto modo también sois ángeles y conocéis esas «técnicas»...


Entendí. Casi sin palabras, el Maestro vino a ratificar nuestras sospechas. Su resurrección, su retorno a la vida, nada tuvo que ver con el hecho físico de la «disolución» (?) del cadáver. La misteriosa desaparición del cuerpo obedeció, muy probablemente, a una «manipulación» (?) del tiempo. Alguien, sus ángeles, «condensó» o «concentró» en décimas o centésimas de segundo los años que hubieran sido necesarios para ultimar un proceso normal de putrefacción. Y la materia orgánica, mágicamente, se extinguió.


El Maestro, confirmando mis apreciaciones, concluyó así:


-Mi resurrección no depende de nadie. Yo soy la Vida. No caigáis en el error de asociar ese gesto de piedad y respeto, por parte de los míos, con la realidad de mi vuelta a la vida.


Mensaje recibido.


(Pg. 307)


Y exclamó, cerrando aquella inolvidable conversación:


-¡Llenaos de esperanza!... ¡La muerte sólo es un sueño!... ¡Sois inmortales por expreso deseo de Ab-bá!... ¡Sois hijos de un Dios!... ¡Transmitidlo!


¿Transmitir la esperanza? ¿Seré capaz?


Que Él me ayude...






…al amanecer del domingo, 9 de septiembre.


El Galileo nos reunió y, con el rostro severo, anunció:


-Escuchad atentamente. Ahora debo dejaros por unos días. Es preciso que siga ocupándome de los asuntos de mi Padre...


Nos alarmamos. Ni el tono ni el semblante eran los habituales. Parecía preocupado. Muy preocupado...


-...Esperad tranquilos.


Y concluyó con unas palabras que no entendimos:


-...Es la hora del rebelde y del príncipe de este mundo...


Punto final.






Dias después…


Sería, poco más o menos, la hora «nona» (las tres de la tarde).¡El Maestro! (Pg. 310) La verdad sea dicha. El recibimiento fue casi cómico.


Jesús avanzó hasta nosotros y nos contempló en silencio. Nos quedamos como estatuas. Eliseo, perplejo, con la boca abierta, sostenía entre las manos unas hortalizas plagadas de hormigas. Yo, por mi parte, intentaba limpiar un manojo de tilapias curadas, igualmente conquistadas por las frenéticas camponotus.


Era un Jesús distinto. Radiante. La habitual y penetrante luz de sus ojos aparecía ahora multiplicada. Aquella estampa nada tenía que ver con la del Galileo que nos había dejado una semana antes. Más aún: la luminosidad era infinitamente más acusada que la irradiada durante toda la estancia en el Hermón.


¿Qué ocurrió en los ventisqueros?


El rabí sonrió al fin y, señalando las hormigas que empezaban a correr por brazos y túnicas, exclamó socarrón:


-¡Vaya par de ángeles! No os puedo dejar solos. Un día más y acabáis con mi reino...


Acto seguido, abrazándonos, susurró:


-Se ha hecho la voluntad de Ab-bá... Ahora soy yo el Príncipe de este mundo. Esa misma noche -la última en el Hermón-, cálido y eufórico, explicó el porqué de su repentino y dilatado aislamiento en la cumbre de la montaña santa. En un primer momento apenas entendimos. ¡Era tanto lo que ignorábamos...! Después, conforme lo seguimos y escuchamos, fuimos comprendiendo. La cena, aunque frugal, resultó divertida, como siempre. El «cocinero-jefe» se hallaba feliz y se esmeró, echando mano de otra receta familiar: tortilla con miel, al estilo de la Señora, la de «las palomas». Y al final, el brindis favorito del Maestro:


-Lehaim!


-¡Por la vida!


Y el Galileo, ansioso por compartir su aventura en la soledad de las nieves, inició así sus aclaraciones:


-Os contaré un cuento...


»Hace tiempo, mucho tiempo, el gran Dios encomendó a uno de sus Hijos la creación de un nuevo universo. Y ese Hijo construyó un magnífico reino, repleto de estrellas y mundos. Era un universo inmenso.


»Y aquel Hijo gobernó con amor y sabiduría durante miles y miles de años. »Pero ocurrió algo... »Cierto día, en una apartada región, varios de los príncipes a su servicio, jefes de otros tantos mundos, decidieron rebelarse contra la autoridad del Hijo y soberano. No creyeron en su forma de gobierno e incitaron a otros príncipes


próximos a manifestarse contra lo establecido. E intentaron formar su propio reino, rechazando al monarca y, en definitiva, al gran Dios.


»EL Hijo, echando mano del amor y la misericordia, trató de restablecer el (Pg. 311) orden. Fue inútil. Los rebeldes, empeñados en el error, despreciaron todo intento de reconciliación. 


«Finalmente, ese Hijo divino tomó una decisión: viajaría de incógnito hasta los lejanos mundos de los infractores, haciéndose pasar por tan modesto carpintero. Escogió uno de los planetas y allí nació como un hombre más. Y así vivió, sujeto a la carne, y enseñando la verdad a las gentes. Les mostró quién era en realidad el gran Dios. Habló del espléndido futuro que les aguardaba y, sobre todo, recordó que eran hijos de ese maravilloso Padre.


»Pero la fama de aquel Hombre-Dios terminó llegando a oídos de los príncipes rebeldes. Y sucedió que, en cierta ocasión, cuando el carpintero oraba en lo alto de una montaña nevada, dos de los traidores se presentaron ante él, sometiéndolo a toda clase de preguntas.


-«¿Quién eres...? ¿Cómo te atreves a hablar de ese Dios?... ¿Quién te envía?»


Por último, convencidos de que se hallaban ante el Hijo y soberano del universo, le hicieron una proposición:


-¡Únete a nosotros!


Y el Hijo replicó:


-«Hágase la voluntad del Padre.»


Los rebeldes, derrotados, se retiraron. Y todo el universo, pendiente de aquella entrevista, elogió la misericordia del Hijo y soberano.


Desde entonces, el Dios disfrazado de hombre y carpintero ostentaría también


el título de Príncipe de la Tierra. 


Terminada la historia, el Maestro descendió a los detalles, revelando algo que, con el paso de los siglos, resultaría igualmente deformado.Esto fue lo que acertamos a intuir:


Tiempo atrás, mucho tiempo atrás, en una minúscula región de su universo (en la nuestra), tuvo lugar una insurrección, más o menos similar a la expuesta en el cuento. Mejor dicho, en el supuesto cuento.


Un viejo conocido de los humanos -Luzbel-, jefe de esa casi insignificante parcela de la galaxia, se alzó contra el orden establecido, protestando por el largo camino exigido para llegar al Paraíso. Al parecer, calificó esa «marcha» de «fraude total», dudando, incluso, de la existencia de Ab-bá. La rebelión, sin embargo, no alcanzó excesivo éxito. Sólo 30 o 40 mundos la secundaron. La Tierra fue uno de ellos.


Pues bien, no deseando acudir a métodos más severos -a los que tenía legítimo derecho-, el magnánimo Hijo Creador de este universo optó por encarnarse y «camuflarse» entre las más modestas de sus criaturas. Justamente entre las que habitaban en uno de esos mundos en rebeldía. Y se hizo hombre. Y vivió como tal, anunciando a los infelices súbditos de los príncipes rebeldes dónde estaba la verdad y quién era Ab-bá.


Pero la naturaleza divina del humilde carpintero no pasó desapercibida para los jefes planetarios que encabezaban la insurrección. Y dos de ellos -un alto (Pg. 312) representante de Luzbel y el propio príncipe del mundo seleccionado por el Hijo divino- acudieron a su presencia. Y lo hicieron en aquellos días de septiembre y en aquel lugar. Ésta, probablemente, fue la razón del súbito ensombrecimiento del Hijo del Hombre cuando se alejó del mahaneh. Él sabía lo que le aguardaba en la soledad de los ventisqueros. Sabía que estaba a punto de ofrecer una nueva oportunidad a sus hijos descarriados.


Y se sometió, dócil, a los interrogatorios y proposiciones. Pero, como decía el «cuento», sólo se sometió a la voluntad de su Padre.


Por último, estos seres no materiales -creados por el propio Hijo divino en luz y perfección- se retiraron derrotados.


Y el universo de Jesús de Nazaret -según sus palabras- asistió perplejo y conmovido a la «batalla dialéctica».


En esos momentos -y sigo transmitiendo sus explicaciones-, el Hijo del Hombre, por expresa voluntad de Ab-bá, fue investido como Príncipe de este mundo. Un título especialmente importante, según Él.


A partir de ese suceso -afirmó-, la rebelión quedó «lista para sentencia». Al rechazar, una vez más, su misericordia, la suerte de todos ellos depende ahora de «otras instancias». Y así sigue.


Esto, ni más ni menos, fue lo acaecido en el Hermón en aquellos días. Unas jornadas trascendentales en las que, no obstante, no llegamos a percibir nada extraño, salvo la ya referida y grave actitud del Maestro. La explicación era simple: esa «batalla» no se desarrolló a nivel físico. En otras palabras: aunque lo hubiéramos acompañado a los ventisqueros, nada habríamos visto, ni tampoco oído... 


Como decía, no fue fácil asimilar tan intrincadas y misteriosas explicaciones. Lentamente, sin embargo, iríamos divisando una «luz» que centraría el espinoso problema y, sobre todo, que despejaría otras no menos interesantes incógnitas.


Por ejemplo, según el Maestro, una de las razones de la violencia y primitivismo de la Tierra hay que buscarla, justamente, en las consecuencias de esa desgraciada rebelión. Al traicionar las leyes divinas, nuestro mundo, como el resto de los planetas que se levantó contra Ab-bá, quedó automáticamente incomunicado y sumido en la oscuridad y la barbarie. Y, «técnicamente», así continúa. Sólo cuando la «cuarentena» sea levantada, la humanidad –esta infeliz humanidad- recuperará la normalidad.


Naturalmente, le preguntamos: ¿cuándo llegará ese venturoso día? 


La respuesta fue rotunda:


-Cuando los rebeldes sean juzgados... Pero eso no está en mis manos.


Lo que sí estaba al alcance del Hijo del Hombre era consolar e iluminar a las criaturas que padecen -y padecerán- este aislamiento. Y escogió uno de esos mundos en rebelión, sembrando la semilla de la esperanza: Ab-bá existe. Ab-bá espera. Ab-bá os ama...






…Y llegó el final de nuestra estancia en las cumbres de la Gaulanitis. Esa noche, cercano el lunes, 17 de septiembre, antes de retirarnos a descansar, Jesús de Nazaret dio una última orden:


-Preparaos. Mañana partiremos. La hora del Hijo del Hombre está próxima... 


Y así fue. Su hora -la de su vida pública- se acercaba. Y estos exploradores fueron testigos de excepción.


Sí, la aventura acababa de empezar...
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